Un novio para Esther

3. Hospital

 

stoy despierta en mi habitación en medio de una noche silenciosa y lúgubre. Escucho únicamente el sonido de mi respiración y he decidido meter mi cabeza bajo las sábanas para ocultar el temor que me inunda el cuerpo y evitar ver así la figura de algún ser sobrenatural nocturno que viene a visitarme.

Estoy a punto de quedarme dormida cuando escucho que la puerta de mi habitación se abre lentamente. Unos pasos entonces empiezan a acercarse, haciendo que el corazón me lata más de prisa. Siento las lágrimas derramarse por mis mejillas, mientras contengo un grito para no llamar la atención del ente misterioso.

De pronto, siento que unas manos levantan las sábanas y me acarician los tobillos. El frío que hace afuera es tan intenso, que congela mis pies dejándolos inmóviles. Esas mismas manos suben a mis rodillas, paseándose por mis muslos en círculos. Tengo el corazón en la garganta y las lágrimas se me han secado producto de la desesperación. Acto seguido me toquetean mis partes íntimas y también los pechos. Aparezco desnuda afuera de las sábanas, con lo que me percato de que tengo a mi padrastro deleitándose con mi cuerpo sin mi consentimiento. Él sonríe pervertido y absorbe un bocado de su cigarro, esparciéndolo por mi nariz como si se tratara de incienso. Luego aprieta mi vientre con la uña más filosa de sus dedos flacos, rasgándome la piel dolorosamente. “No por favor, perdóname”. Suplico. “Ni creas que ahora sí te me vas a escapar como siempre, zorrita”. Murmura entre carcajadas.

—¡No! —exclamo a todo pulmón levantándome de la cama abruptamente—. ¡No te atrevas a tocarme una vez más maldito imbécil! —pataleo y doy manotazos sin sentido al viento—.

—Esther, por favor, detente —replica Maga agarrándome de los brazos—. Soy yo, Margarita, tu abuela…

Recupero el sentido del tiempo y el espacio y noto que no estoy dentro de mi habitación. Este cuarto es más bien un espacio de paredes blancas, donde hay máquinas que no dejan de emitir pitidos intermitentes y algunas sillas de plástico. Centro mi atención en la mirada afligida de Maga y me tranquilizo. Al fondo veo a un enfermero sujetando una jeringuilla y una bolsita de suero, lo que me permite corroborar la hipótesis de que vine a parar en un hospital.

—¿Cómo vine a parar aquí? —pregunto agitada—.

—Leonardo te trajo —Maga me aprieta las manos—.

—Maldito. Lo planeó todo para aprovecharse de mí.

—Qué dices cariño, si fue él mismo quien me avisó lo sucedido. Tuve que arreglarme enseguida y tomar un taxi al hospital. Para cuando llegué, Leonardo se había hecho cargo del papeleo y los gastos de la hospitalización.

Mi disgusto se transforma en vergüenza entonces. Aun cuando hubo desperdiciado tiempo y recursos para invitarme a cenar decentemente, se encargó de trasladarme a un hospital, que supuse era de renombre.

—Te hicieron los exámenes de toxicología respectivos y no encontraron rastros de alcohol, drogas o sustancias estupefacientes en tu sangre —continúa Maga—. El doctor también descartó que se haya tratado de un intento de violación. Estás exagerando en tus conclusiones, Esther.

En realidad, no me duele nada. Si se hubiera tratado de una violación, como supuse, las secuelas serían evidentes. Sin embargo, más allá de sentirme un poco débil, lo único que me preocupa es la forma en que tendré que devolver el favor a Leonardo.

—Lo siento —agrego arrepentida—. Es que tuve una pesadilla y fue… horrible.

—Pero fue solo eso… una pesadilla.

De pronto, un amable señor de unos sesenta años entra en la habitación. Por la bata blanca y el estetoscopio que guinda de su cuello es fácil adivinar de que se trata de mi doctor de cabecera.

—Quiero que le cuentas todo lo que recuerdas, ¿sí?

Asiento con la cabeza y Maga se aparta. El doctor toma mi muñeca y empieza a mirar su reloj, comprobándome el pulso. Luego se acomoda al costado de la cama y fija la mirada en mis ojos, como tratando de leer mi mente.

—Hola Esther, soy el doctor Vladimir Peña, ¿cómo te sientes?

—Un poco débil, pero bien.

—¿No has tenido mareos, náuseas o irritación del estómago desde que despertaste?

—No.

—Bien —apunta algo en una libretita que saca del bolsillo de la bata—. ¿Podrían dejarnos solos? —dirige aquellas palabras a Maga y al enfermero—.

Ambos salen de la habitación, quedándome a solas con el doctor. Me invade un poco de temor porque me parece extraño que quiera hablar conmigo en privado. Entonces asumo de que se trata de una mala noticia, por lo que me preparo psicológicamente para el impacto.

—¿Me quedan pocos días de vida? —intervengo antes de que se dé el lujo de destrozarme el alma—.

—Si sigues dejando de alimentarte bien, sí.

—¿Qué trata de insinuar?

—Dímelo tú.

—No tengo nada que decir.

—En serio vas a seguir engañándote.

—¿Está acusándome de mentirosa?

—No claro que no. Solo quiero que seas honesta conmigo, ya que no se lo puedes confesar a tu abuelita.




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