Un novio para Esther

9. Cuchitril

omo recordando viejos tiempos, Alejandro nos ayudó a cerrar la tienda. Se la pasó toda la tarde leyendo aquel bendito libro en su balcón (lo estuve vigilando disimuladamente) y cuando llegó la hora de dar por terminada la jornada, alrededor de las nueve de la noche, se apresuró a tendernos una mano desinteresadamente. Maga estuvo tan encantada de volver a encontrarse con el chico, que hasta se dio el lujo de invitarlo a la casa a cenar. Él rechazó la propuesta educadamente, alegando que una hora después se cerraría el edificio de las telas.

—¿Qué tal si dejan que yo las invite? Conozco un restaurante por aquí cerca que de seguro les encantará.

—Por mí encantada —Maga sonríe mirándome—.

—Como quieras —le respondo—. Tampoco tenía planes para esta noche.

—Supongo que Leonardo no se ha contactado contigo aún —añade desconcertada—.

—Debió tener un día bastante ajetreado.

—Seguramente recién está desocupándose.

—Debe ser —digo olvidándome del tema—. ¿Qué tal si mejor nos apresuramos?

—Lo mismo creo yo —Alejandro interviene—.

—Sí, es cierto, estamos perdiendo el tiempo aquí —mi abuela guarda las llaves en su bolso de mano—.

—¿Ella vive cerca? —pregunta Alejandro inquieto—.

Ambas nos miramos extrañadas, pero comprendemos su duda. Él no sabe que Margarita es mi abuela y supone que soy la empleada de la tienda. Maldito ingenuo.

—Alejandro, te presento a mi nieta, Esther.

La expresión del chico de los rizos se tensa, a tal punto que se pone colorado de la vergüenza. Traga saliva, todavía más desconcertado, y apenas puede articular palabras para responder algo coherente.

—Lo siento —murmura por fin después del shock—. No tenía idea de que se trataba de un familiar suyo.

—¿Ahora te harás el valiente conmigo? —lo cuestiono echando más leña al fuego—.

—Me disculpo por aquel comportamiento tan infantil y cavernícola. En verdad.

—Indultaré tu culpa solo si te arrodillas ante mí y besas mi mano huesuda y sucia —replico arrogante—.

—¿Qué? —Alejandro da unos pasos atrás—.

—¿Acaso te has vuelto loca? —exclama Maga con voz de indignación—.

—Él llamo “cuchitril” a nuestro negocio. Es lo menos que podemos pedir después de semejante barbaridad.

Maga me arroja una mirada de reproche, apretando los dientes con tal fuerza que los escucho crujir desde la distancia. Aquello logra aplacar mi ira, pero no el desprecio que vuelvo a sentir por él. Sino hubiese sido porque en el incidente de la mañana mostró que tenía un lado sensible (cosa que sabe disimular perfectamente), lo habría declarado persona no grata en mi vida por el resto de sus días.

—¿Podrías, por favor, dejar de comportarte como una niñita? —cuestiona Maga con tono hiriente—.

—Creo que lo mejor será dejarlo para otro día —interrumpe Alejandro retractándose—.

—¡Nada de eso! Los tres iremos a cenar y punto. ¿Correcto? —vuelve a fijar su mirada en mí—.

—Sí —respondo con un nudo en la garganta—.

El restaurante al que acudimos queda a pocas calles de la tienda, próximo al lujoso “Hotel Continental” del centro histórico de la ciudad. Es un amplio salón con varias mesas de madera fina y sillas de espaldar relleno de pluma o algodón. Muy cómodo. El menú consiste en platos a la carta, bebidas y postre. Los camareros llevan uniforme de color marrón y una tableta para receptar los pedidos. Mi abuela pide una porción de arroz con carne apanada, infusión de manzanilla y tarta de chocolate como postre (ha olvidado intencionalmente la dieta). Alejandro solicita un bistec de res, ensalada, café tinto y pastel de chocolate tal como Maga. Yo, por mi parte, no tengo hambre. Al contrario, siento un terrible dolor de estómago desde que tuvimos esa discusión desagradable en la tienda.

—Señorita, ¿cuál va a ser su pedido? —cuestiona aquel amable camarero de ojos azules que nos atiende—.

—Té de anís y pastel de vainilla.

Maga me mira ahora con expresión más amistosa y me sugiere que pida algo extra. Ella no suele controlarme minuciosamente en cuestión de los alimentos que consumo, pero si me tiene prohibido, por ejemplo, comer de sobremanera por las noches.

—Me alegra mucho volver a verte. ¿Qué fue de tu vida después de la primaria, cuando desapareciste de repente?

—Mi madre me envió a estudiar al extranjero. Quería que me convirtiera en un médico de renombre. Entonces comencé por aplicar a una beca en un instituto muy prestigioso de Canadá. Y al final me aceptaron.

—Pero dijiste que eras especialista en enfermería —les interrumpo con mi comentario inoportuno—.

Alejandro agacha la cabeza y sonríe disimuladamente.

—El sistema de educación en Canadá es muy diferente al nuestro. Para aplicar a una carrea de medicina en cualquier universidad del país, es requisito fundamental haber obtenido un título de secundaria en asignaturas afines.

—Enfermería es una de aquellas —preciso—.




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