Un novio para Esther

10. Apuesta

Llevo tres días aguantando al imbécil de Alejandro y sus ocurrencias. Se la pasa todas las tardes charlando con Maga, leyendo sus libros ridículos o jugando a ser músico. Dice que estudia enfermería, que desea llegar a convertirse en un médico prestigioso en el futuro, pero jamás lo he pillado con un texto de anatomía, fisiología, biología, o alguna materia relacionada con la carrera de su interés. Se está tomando las vacaciones maratónicamente, dejando de lado la importancia que supone estar preparado para enfrentar el complicado desafío de dedicarse a los estudios universitarios. A Maga obviamente no le molesta en absoluto, porque tampoco se trata del futuro de su nieta. Si yo no me hubiese dedicado a este rollo de atender la tienda de discos, seguramente estuviera lamentándose, echando gritos de dolor al cielo suplicando misericordia.

—¿Quieres preguntarme algo? —Alejandro detiene un momento su vulgar imitación de Jimmy Page—.

—La música y los libros están matando tus neuronas.

—Pues prefiero perder la cordura por algo que sé que me apasiona. No como tú, que vives aburrida y amargada escondida detrás de una vitrina.

Este tipo es especialista en colmar la paciencia. Aparte de chiflado, experto en difamar a otras personas.

—¿Qué quieres saber? Vamos, puedes soltarlo. No importa si la pregunta es la más rebuscada del mundo.

—¿Eres así de irritante siempre? —disparo—.

—Tú me consideras irritante, que es otra cosa. A Maga parece agradarle de sobremanera, cosa que te molesta.

—Así no se puede hablar contigo.

Alejandro me agarra del brazo con fuerza y me acerca a su cuerpo. Fija su mirada penetrante en mí durante unos segundos, cosa que me pone bastante nerviosa.

—Suéltame pervertido —grito apartándome de él—.

—Tus ojos desprenden una energía brutal —reconoce con una sonrisa forzada—. Bloquearon el acceso directo a tus pensamientos.

Una tontería adicional y llamaría al manicomio.

—¿No me crees? —replica confiado—. Hagamos una apuesta. Apostemos que puedo leer tu mente.

—Demonios Alejandro, me vas a obligar a llamar a un manicomio.

—Escúchame Esther, estoy diciendo la verdad. Necesito que me dejes probártelo. Mira, si no acierto a las tres oportunidades, te juro que desaparezco de tu vida.

Aquello fue lo único que logró captar mi atención entre tanta frase disparatada.

—¿Estás seguro de esto? —cuestiono indecisa—. Una vez inicie el juego no hay marcha atrás.

—Lo sé. Me estoy jugando la vida y no me hace gracia. Pero vale la pena intentarlo.

Lo reflexiono detenidamente. Debo reconocer que no me hace gracia tampoco, pues de ganar la apuesta estaría perdiendo también. Maga y él simpatizan mucho, y de seguro no me perdonaría que lo haya incitado a distanciarse de nosotras. Pero estoy harta de sus ocurrencias, así que prefiero jugarme el pellejo antes que seguir compartiendo el mismo lugar con un ser tan irritante.

—Bien, ya que insistes…

Primero me pide que me relaje. Ambos hacemos ejercicios de respiración, estiramos un poco los brazos y movemos en cuello en círculos. Luego me exige que lo mire fijamente a los ojos, sin desviar la mirada a ninguna parte que no sea los suyos. Tampoco está permitido pestañear, lo que no ayuda al objetivo de deshacerme de los nervios, que ahora mismo están provocándome ardor estomacal.

—¿Lista? —acerca su rostro a unos pocos centímetros del mío, peligrosamente—.

—Un segundo —respondo tragando saliva—. Esto no es una buena idea.

—Aquí vamos…

Alejandro me obliga a mirarlo, sujetándome con fuerza de las mejillas. El olor de su perfume tropical se cuela en mi nariz involuntariamente y me provoca cosquillas. Nos quedamos contemplando unos segundos detenidamente, hasta que me sumerjo en una extraña sensación de trance, que aún me permite mantener el control sobre mis sentidos y algunas partes del cuerpo.

—Quiero que pienses en lo que sea —escucho su voz grave y profunda susurrándome—.

No puedo ser tan evidente a la primera, así que intento concentrarme en la representación de un helado de fresa con chispas de chocolate, mi postre favorito.

—Lo tengo. Ahora piensa en una segunda cosa.

Me viene a la mente la figura de Leonardo. El maldito no se ha contactado conmigo desde la mañana que envió las fotos y eso me pone furiosa. Debe estar divirtiéndose con prostitutas, licor y cigarrillos, mientras yo debo resignarme a soportar su ausencia entre celos e imaginaciones absurdas (cosa que, por cierto, nunca antes había experimentado).

—Relájate por favor —Alejandro interrumpe mis pensamiento abruptamente—. No me incumbe meterme en tus conflictos sentimentales.

—¡Qué! —exclamo desconcertada—.

—Lo que escuchaste. Ahora, para terminar, quiero que te concentres en una última cosa.

Vuelvo a concentrarme en mis pensamientos y esta vez proyecto la imagen de Alejandro. Enumero uno a uno sus defectos y luego sus virtudes (que obviamente son mucho menos que la larga lista de sus antagonistas). También me planteo algunas preguntas curiosas: ¿se puede ser tan irritante e infantil a la vez?, ¿a quién se le ocurre invadir propiedad privada para leer un estúpido libro y escuchar música?, ¿se marchará pronto de la ciudad?, ¿en verdad está estudiando enfermería o nos miente?, ¿no le preocupa su futuro en absoluto, sobre todo la universidad?




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