Un novio para Esther

19. Disculpas

Alejandro y Maga parecen dos niños pequeños comiendo las alitas de pollo. Se arrojan pedazos de carne, las papas fritas y el canguil, mientras yo lo observo todo sentada en un extremo de la mesa, degustando mis alimentos como lo hace la gente racional. Muchas veces me he planteado la posibilidad de que Alejandro sea un hijo no reconocido de Maga, ya que ambos comparten tantas cosas en común que ni siquiera yo parezco encajar en su mundo perfecto y rebosante de felicidad. Me sorprende mucho porque a pesar de que físicamente no se parecen en lo absoluto, tienen una conexión invisible que los vuelve inseparables. Por ejemplo, la última semana Alejandro pasó más tiempo en la tienda de discos que en su propia casa, situación que él obviamente justificaba alegando que se preocupaba por mi abuela. ¿Y si ambos escondían un secreto que nadie en la familia conocía? ¿Y si Alejandro en lugar de ser el chico odioso de los rizos era mi tío o un primo fantasma? Tengo que beber mi vaso de soda helada de un bocado para apartar de mis pensamientos esa ridícula idea y pensar en otra cosa. Le ordeno a mi cerebro invocar las imágenes de la última visita a la cabaña del miércoles pasado con Leonardo, de la plática bajo el calor de la fogata o de cuando nos besábamos incontrolablemente. Cierro los ojos e imagino sus labios sobre los míos, incluso llego a sentir el sabor de su aliento mentolado. Me estremezco al contacto de sus dedos tibios bajo mi blusa sudorosa, recorriendo en círculos el vientre y la cintura. Me aferro a sus cabellos y dejo que bese mi cuello delicadamente, haciéndome cosquillas.

—¿Cariño, quieres una porción de pastel como postre? —escucho decir a Maga en mi subconsciente—.

Abro los ojos de golpe y me pongo de pie instantáneamente, de tal suerte que mando a volar el vaso que tengo en la mano lleno de soda, haciéndose pedazos al contacto con el suelo.

—¿Sucede algo? —pregunta Maga llevándose un susto tremendo—.

—¿Estás bien? —pregunta Alejandro acercándose con una rapidez bestial a mi costado—.

Intento buscar una explicación lógica para disimular el desastre que he provocado y lo que se me ocurre es muy ingenioso y convincente.

—Una araña —digo señalando bajo la mesa, fingiendo pánico—. ¡Un maldito bicho feo y espantoso! —me alejo de mi asiento, tapándome la boca para no gritar—.

Alejandro se acuclilla, levanta el mantel y echa una mirada expectante. Mueve la cabeza de un lado a otro, mientras levanta las cejas o aprieta la mandíbula. Yo me acerco a Maga, la abrazo con fuerza y finjo preocupación, con el objeto de no delatarme. La verdad es que mi coartada está funcionamiento maravillosamente.

—Debió escapar, porque no encuentro nada —agrega Alejandro sacudiendo el mantel—.

—Seguramente —replico mirando a cualquier lugar de la cocina—.

—¿Y si vio a Esther y se asustó? —bromea Maga—.

—Con esa cara de amargada, hasta yo —la risa de Alejandro se escucha bajo la mesa—.

Aquel comentario no me hace gracia, entonces me despego de Maga, camino en dirección a Alejandro y lo golpeo en la rabadilla con mi pie. Él se queja enseguida, pero no se pone de pie o responde, solo se limita a susurrar mi nombre varias veces.

—Me las vas a pagar —dice por fin—.

—Pues aquí te estoy esperando.

De repente, siento un doloroso pellizco debajo de mis rodillas. Agacho la cabeza y veo la mano del chico de los rizos huyendo de la escena del crimen.

—¡No huyas cobarde! —le digo rodeando la mesa con velocidad, para no dejarlo que se reincorpore—.

—Quiero a mi mami —exclama Alejandro—.

Maga presencia la escena entre risas y me ayuda a acorralarlo. Sin embargo, el muchacho es lo bastante escurridizo como para aprovechar el espacio que hay entre mis piernas separadas y escabullirse. Cuando me doy la media vuelta para proseguir con la persecución, lo tengo parado justo a mis espaldas, cosa que no me da tiempo para reaccionar y esquivarlo. Choco de frente con él y me aferro a su pecho producto de la casualidad. Sus enormes ojos del color del café más puro se cruzan con los míos y me atrapan en una especie de red invisible, una sensación que ya experimenté aquella vez que hicimos la apuesta. Clavo sin querer mis uñas en su ropa, nerviosa y tensa. Trago saliva y empiezo a sudar, mientras él intenta colarse en mis pensamientos nuevamente. Me percato de que en situaciones de extrema tensión me vuelvo inaccesible, cosa que agradezco a todos los cielos. Ahora mismo todos mis sentidos están pendientes de sus movimientos y soy capaz de cualquier cosa si me lo propone. No sé porqué o cómo, pero de mi interior surge una llama inexplicable que me calcina las venas, algo que no sucede con Leonardo y me provoca miedo. Diez segundos más y no podré evitar besarlo.

Nueve… ocho… siete…

Seis… cinco… cuatro… ¡Demonios!

Tres… dos… uno…

—¿Qué se supone que hacen? —pregunta Maga un segundo antes de que metiera la pata—.

Alejandro y yo nos separamos de inmediato. Maga nos agarra del brazo enseguida y nos encara, intrigada.

—Esther, tienes novio —dice angustiada—.

—Maga, por favor, esto es un malentendido —replica enseguida Alejandro, bastante convincente—. Fue un pequeño accidente, nada más. Lo siento, es mi culpa. Yo no debí…




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