Resulta que una de las cosas buenas de madrugar es el hecho de observar que existe mucho movimiento en las calles. Madres o padres llevando a sus somnolientos hijos a la escuela de la mano, jóvenes con uniformes de la secundaria que por estar concentrados en sus móviles ni siquiera se fijan por donde van caminando, sujetos y sujetas con trajes elegantes corriendo desespera-dos porque llegan tarde al trabajo o personas de la tercera edad sentadas plácidamente en los bancos de los parques alimentando a las palomas y tomando aire fresco.
También están los que aprovechan para hacer ejercicio en cualquiera de sus diversas formas: algunos únicamente se dedican a caminar, trotar o hacer aeróbicos, pero otros, como en el caso de Alejandro, han salido a montar en sus hermosas bicicletas. Lo digo porque apenas se bajó de ese aparato frente al edificio de las telas, lo pude reconocer y me puse nerviosa inexplicablemente. Él se percató de que nuestro local estaba abierto, volvió a montarse en la bicicleta y se acercó sin pensárselo dos veces. Yo, de mi lado, estudié la posibilidad de volver a cerrar la tienda o escapar como una cobarde, sin embargo, decidí quedarme ahí parada, para encararlo.
—Esther, ¿te encuentras bien? —dice mirándome con expresión preocupada—.
—Por supuesto, idiota —respondo agria—.
—Claro —dice sintiéndose ofendido—. Lo siento. No fue mi intención molestarte. Hasta luego.
Gira la bicicleta en dirección a su departamento sin levantarse de la montura y yo me siento fatal por la manera en que lo he tratado. Él seguramente vino a saludar y preguntarme porque había abierto el local tan temprano, más recibió hostilidad de mi parte como compensación.
—¿Gustas montar en bicicleta por las mañanas? —señalo antes de que emprendiera la marcha—.
—Es un buen ejercicio para comenzar el día con energía positiva —responde sin voltear a mirarme—.
—Te felicito.
Alejandro es un verdadero atleta. A pesar de permanecer de espaldas, puedo observar lo tonificado de sus brazos, piernas y lo ancho de sus hombros. El uniforme deportivo ajustado que lleva me deja apreciar de maravillas su firme trasero, cosa que me revuelve el estómago y me sobresalta. ¿Habré visto alguna vez inconscientemente el trasero de Leonardo también? Lo dudo. Para ser honesta, es la primera vez que algo así me sucede.
—Nos vemos luego linda —añade—. Cuídate.
Suspiro, a capa caída, y vuelvo al interior de la tienda a buscar mi teléfono en la cartera. Lo enciendo, nerviosa, y compruebo que tengo otras treinta llamadas perdidas de Leonardo. Se me hace un nudo agrio en la garganta, pero lo ignoro de inmediato. Estoy a punto de cerrar la notificación para checar mis redes sociales en paz, entonces la pantalla del móvil empieza a titilar.
Es él nuevamente.
—Sí —añado después de meditarlo durante varios segundos, un tanto molesta—.
—Esther, gracias al cielo —señala con voz quebrada y tartamuda, como si hubiera estado bebiendo—. Creí que nunca más me volverías a dirigir la palabra.
—¿Qué quieres Leonardo?
—Hacer las paces contigo. Me comporté como un imbécil ayer. No debí desquitar mi coraje de esa forma, pero quiero que comprendas mi situación…
—Solo tuviste que ser más delicado y nada de esto hubiera sucedido.
—Lo sé, pero la verdad es que estoy harto de mi padre, de la empresa y de toda esta presión de mierda que tengo que cargar sobre mis hombros.
Un silencio mortal invade la línea por unos instantes.
—Esther, eres lo único bueno que me ha pasado entre todo este caos, así que te suplico que me perdones…
Una lágrima caliente resbala por mi mejilla y me quema la piel, como ácido. Me cubro la boca con las manos para no gritar, porque yo también quiero explotar. A mí la vida también me había golpeado horriblemente y a veces solo quería correr y escapar sin rumbo fijo. Conozco perfecta-mente la sensación, sin embargo, pude aprender gracias a Maga (mi verdadero ángel de la guarda), que la única manera de solucionar los problemas no es huir de ellos, sino enfrentarlos. Que, aunque parezca absurdo, la vida es sumamente sabia y nos pone a prueba con cosas que únicamente podemos soportar, sin sobrepasar los límites de la frágil resistencia humana. Que tenía dos opciones: levantarme, lavarme la cara y seguir, o rendirme así sin más.
Escogí la primera opción y quería que Leonardo la escogiera también.
—No creerás que con pedir disculpas será suficiente.
—Descuida —dice soltando un suspiro de alivio—. Te lo compensaré, te lo prometo.
—Eso espero, por tu bien —bromeo—.
—Así será —lo escucho sonreír—. ¿Te parece si paso por ti a las ocho, como siempre?
—Me temo que hoy no podrá ser —respondo un poco triste, pero más tranquila—. Hoy le prometía a Samantha que le daría un tour por la ciudad.
—¡Qué mal! De todas formas, salúdame a tu prima.
—Lo haré. ¿Qué tal si quedamos mañana?
—¿A la misma hora de siempre?
—Sí.
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Editado: 15.04.2021