Un novio para Esther

25. Bombón

Maga cumplió lo prometido: trajo a Samantha diez minutos antes de las nueve de la mañana al local, cuando el sol todavía no se asomaba entre aquel espeso manto de nubes grises que adornaba tristemente el cielo de la ciudad y esparcía sus calurosos rayos para mitigar el espeluznante frío del ambiente que estaba congelándome desde la base de la cabeza hasta el fondo del alma. Yo las esperaba toda somnolienta, con el rostro adherido al cristal de la vitrina, los ojos pesados y el cuerpo adolorido por lo incómoda de la silla de plástico. Deseaba imperiosamente servirme una enorme taza de café caliente en compañía de Leonardo, pero lamentablemente por la coyuntura eso no podía ser posible. También me hubiera conformado con que el tonto de Alejandro estuviera aquí presente, molestándome con sus locuras o sacándome de quicio, pero después del pequeño incidente de hace unas horas donde solamente me faltó enviarlo directo al séptimo círculo del infierno, no me sorprende que todavía no se haya asomado. Él comúnmente suele hacer su aparición apenas escucha que nosotras estamos abriendo la tienda, sin embargo, ahora, ni siquiera ha venido a saludar o preguntar si necesitamos ayuda.

—¿Con qué este es el local? —pregunta de pronto Samantha despertándome, echando un vistazo rápido dentro de la tienda, impresionada—. Es hermoso.

—Y lleva funcionando por más de veinticinco años, lo puedes creer… —Maga se dirige directamente hacia mí y me acaricia la cabeza—. ¿Cómo va todo cariño? ¿Alguna novedad?

—No —respondo con un bostezo perezoso—.

—¡Hola prima querida! —exclama entonces Samantha abalanzándose sobre la caja—. ¿Dormiste bien?

—Sí, eso creo —respondo con una sonrisa forzada, ya que en realidad me moría de sueño—.

—¿Ya llamó el idiota de tu noviecito para pedirte disculpas?

—En realidad, sí —digo contenta, ya que fue escuchar las disculpas de Leonardo y reconciliarnos para recuperar la tranquilidad. Ahora sí tenía sueño de verdad y no aquello que anoche obligaba a mis ojos a estar abiertos—.

—¿En serio? —pregunta Maga sorprendida—. Eso ha sido rápido. Comúnmente una reconciliación suele tardar unos cuantos días. Bueno, eso en los viejos tiempos.

—La verdad es que tenías razón —afirmo—. Solo fue un malentendido.

—¡Lo ves! —exclama Maga sintiéndose orgullosa—.

—¿Y lo perdonaste así sin más? —pregunta Samantha un poco indignada—. O acaso creíste que con una simple “disculpa” arreglaría las cosas.

—No soy tan tonta como crees —le contesto mientras le saco la lengua—. Prometió compensármelo. ¿Cómo lo ves?

—Espero que no se limite a comprar chocolates o flores y llevarte a comer en un restaurante de lujo…

—¿Qué quieres decir? —pregunto confundida—.

—Me refiero a… —Samantha mueve las manos extrañamente—. Ya sabes… —se acerca a mi oído—. ¡Sexo!

Aquello provoca que en mi estómago sienta cosquillas y se me ruborice el rostro. Para ser honesta, cada vez que meditaba sobre la idea del sexo con Leonardo, me invadía un miedo espeluznante. No porque no me interesara entregarme en cuerpo y alma a él, sino porque todavía sentía que era demasiado pronto para hacerlo. Sobre todo, considerando que sería mi primera vez y no tenía la suficiente experiencia en ese tema. También era evidente que nadie nace siendo un experto en el arte del sexo, pero yo quería que aquel momento fuera mágico y especial. Estoy segura de que con Leonardo lo conseguiría, él es mucho más experimentado que yo, pero no me sentía preparada. Ya me lo ha demostrado en las veces que hemos pasado juntos, sabe cómo acariciar sin desnudarme para estremecerme y volverme loca, y cómo besar para dejarme absolutamente sin aliento y con dificultades para respirar.

—Deja de influenciar a tu prima con tus tonterías, hija —dice de pronto Génesis entrando también al local—.

—¿De qué hablas? —protesta Samantha enseguida—.

—Te estoy observando…

—Pero si yo no he hecho nada malo.

Como ya lo mencioné anteriormente, la verdad es que, a pesar de su edad, mi tía se conserva muy bien. Hoy, por ejemplo, se ha vestido como toda una ejecutiva. Trae una blusa blanca sin escote por debajo del impecable chaleco negro de mezclilla, una falda corta del mismo color lo suficientemente capaz de cubrirle hasta las rodillas y zapatos de tacón. Lleva el cabello recogido en una especie de caracola y un collar de perlas azules en el cuello. A juzgar por su distinción y elegancia, apostaría todos mis ahorros a que Génesis todavía sacaba suspiros a los hombres por la calle. Se veía lo suficientemente hermosa y joven como para ser un objeto de seducción y sensualidad. De seguro don José Ramírez, su esposo, tenía que lidiar diariamente con los comentarios del tipo: “tienes una mujer muy hermosa y sexy” o “yo pagaría para acostarme con tu mujer”. Sin embargo, a pesar de todo, llevan casados veinte años, tienen una hija, Samantha, y un negocio próspero que los mantendrá con una vida de lujo por el resto de sus días y para las próximas generaciones.

—¿Cómo amaneciste querida? —me pregunta con una sonrisa genuina—.

—Bien —respondo desabrida—.

—Por supuesto —dice señalando mi rostro—. Aquellas ojeras lo dicen todo. No pudiste dormir anoche, ¿verdad?




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