Un novio para Esther

26. Linda

Definitivamente Samantha es el alma de la fiesta. Me lo demostró de camino al zoológico en el taxi. Ella y Alejandro se lo pasaron de maravilla en el asiento posterior, mientras que yo solo los veía con envidia desde el asiento de copiloto, deseando nunca haber conocido al imbécil del chico de los rizos y no tener a una prima tan sexy y manipuladora. ¿Qué porqué lo digo? No me creerían si se los contara. O bueno, sí, pero no.

En fin.

Lo cierto es que al final del viaje el transporte nos salió gratis, el conductor se llevó supuestamente el número de teléfono de Samantha, Alejandro se lo pasó de lo lindo y yo morí de celos y arrepentimiento. Celos porque una pequeña parte de mí deseaba imperiosamente unas migajas de la personalidad de mi prima y arrepentimiento porque en adelante ya no tendría a Alejandro solo para mí. Estas semanas que he compartido con él le han permitido tener ciertos privilegios. Solo él me podía sacar de quicio. Solo él podía llamarme odiosa. Solo él tenía la oportunidad de leerme la mente o burlarse de mis vagos gustos literarios. Era una especie de contrato tácito donde cada uno conocía los límites y no podía sobrepasarlos.

—¿Aún estamos a tiempo para entrar? —me pregunta Samantha de repente, interrumpiendo abruptamente mis profundas reflexiones—. ¿Esther? —me pincha el brazo con sus huesudos dedos—. ¿Te encuentras bien?

Sacudo la cabeza para recuperar el sentido del tiempo y el espacio, dirigiendo mi mirada automáticamente al reloj de pulsera que llevo en la muñeca. He estado tan acostumbrada a mirar la pantalla del teléfono para observar la hora, que recién me doy cuenta de que llevo otro aparato con el mismo propósito.

—Sí —digo contestando, no sé si a la pregunta de que estoy bien o de que todavía estamos a tiempo para entrar al zoológico—.

—¡Pues entonces qué esperamos!

Samantha me arrastra del brazo de golpe y en un abrir y cerrar de ojos nos encontramos frente a la entrada principal. Una hermosa señorita de piel canela, cabello oscuro y enormes ojos cafés nos recibe en la boletería, dándonos la bienvenida con un caluroso saludo y una sonrisa autentica (noto que sus dientes son perfectos y brillantes).

—Tres boletos, por favor —agrega Alejandro adelantándose—.

—¿Qué demonios haces? —le pregunto indignada—.

—Comprando las entradas.

—Eso me corresponde a mí idiota. Yo los invité.

—Prima, relájate —interrumpe Samantha con un golpecito en mi costilla—. Deja que el caballero pague.

El chico de los rizos se vuelve a salir con la suyas y eso me hace enfurecer todavía más.

—Son nueve dólares, por favor.

Alejandro extrae un billete de veinte dólares de su cartera y se los entrega a la señorita con expresión coqueta.

—Disfruten su estancia en el Animal Planet Zoo.

—Gracias —decimos los tres al unísono—.

Apenas recibimos nuestras entradas, la señorita da por concluido su trabajo. Y aunque me parecía una locura que se cerrara el acceso a los visitantes a las diez de la mañana, así eran las reglas en el zoológico de nuestra ciudad.

—¿Alguna razón en específico para restringir el acceso a esta hora? —cuestiona Samantha confundida—.

—Son políticas del zoológico.

—Excelente…

—¿Cuánto tiempo podemos estar aquí entonces? —es Alejandro ahora quien está intrigado—.

—Dos horas —contesto convincente—.

—Genial.

—¿Quieres decir que al mediodía vuelven a cerrar este lugar y lo abren nuevamente mañana?

—No, no funciona así.

En verdad la cosa era muy sencilla. El zoológico abría sus puertas en tres turnos. Uno de diez de la mañana a las doce del mediodía, otro de dos a cuatro de la tarde y para finalizar, el último de seis de la tarde a ocho de la noche. Se permitía el acceso y salida de los visitantes durante ese rango de horas, con la única diferencia que tenías que pagar una cuota para entrar. Esa cuota te servía para utilizar algunos de los servicios que se brindaban dentro: comida, bebida, fotografía, servicios higiénicos, cuidado y alimentación de los animales, etc. Si lo veías desde ese punto de vista, en realidad pagar tres dólares era una ganga.

—¿Quieres decir que puedo comer lo que yo quiera y beber lo que yo quiera por tan solo tres dólares? —el brillo en los ojos de Samantha lo decía todo—.

—Efectivamente.

—Me encanta este lugar.

—A mí también —opina Alejandro—. ¿Quieren ir por una cerveza? Estoy muriéndome de calor.

—Sí —contesta mi prima emocionada—.

—No deberíamos beber tan temprano.

—¿Puedes dejar de ser amargada durante un minuto y entrar en ambiente primita? Es solo una cerveza.

—Bien. Tú ganas.

Resulta que Samantha tenía razón. Tomar una cerveza para mitigar el calor y entrar en ambiente no estuvo nada mal. Es más, me ayudó a liberarme de la tensión y olvidar los pensamientos negativos que me acongojaban en aquel momento. Empecé a sonreír naturalmente y disfrutar del increíble paisaje que nos rodeaba. Incluso me quedé con ganas de beber un poco más y le pedí a Alejandro (¡sí, yo le pedí a Alejandro!) que comprara unas cuantas más para el recorrido. Al final terminamos pidiendo dos six pack y las llevamos cuidadosamente en brazos como si se tratara de un tesoro de valor inconmensurable.




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