Un novio para Esther

32. Destrozada

Samantha

Son las nueve de la mañana y apenas voy despertando. He agarrado mi teléfono en primer lugar y reviso las notificaciones que me han llegado mientras dormía. Básicamente la misma mierda de siempre. Que si las sugerencias de amistad en Facebook, que si me perdí la última historia de mis contactos en Instagram o toda la toxicidad que irradian los comentarios en Twitter. En fin, nada interesante por ahora, más allá de las típicas y divertidas publicaciones donde mis amigos suelen etiquetarme para levantarme los ánimos.

Bloqueo la pantalla, me deshago de las sábanas, meneo la cabeza para liberar del todo mi cabello y camino directo al cuarto de baño para asearme. Allí me quito toda la ropa de dormir, las bragas y me doy un baño rápido. Dejo que las gotas de agua tibia recorran lentamente mi cuerpo con el fin de aliviar la tensión que todavía queda en los músculos y disfruto de la sensación de placer que provoca aspirar el vapor de agua y la fragancia de mi champú favorito. Luego agarro la toalla, me seco y con la misma me cubro para regresar a la habitación y buscar algo de ropa formal. Hoy he quedado con Esther para ir a la zona comercial a comprar un vestido para su cita casual con Leonardo, por lo que debo apresurarme. En menos de una hora tendremos que salir y yo todavía no he elegido ni mi outfit. De seguro ella ya está esperando abajo toda nerviosa y desesperada, y yo aquí recién intentando elegir mi vestimenta.

Aquello me hace recordar, sin querer, a la Samantha de los primeros años de adolescencia, la inocente muchacha dulce y soñadora que no podía evitar sentirse nerviosa al mínimo contacto con ese chico especial, el único que me podía arrancar un suspiro del alma o elevarme a las nubes con solo una mirada, porque simplemente estaba enamorada. Y a pesar de que hayan transcurrido un montón de años, todavía el recuerdo vive lúcido en mi mente, como si se tratara de una película antigua que puedo rebobinar.

Sonrío, más de nostalgia que de alegría, y enseguida escucho unos pasos que se acercan a la puerta. Es Esther.

—¿Sam, estás despierta? —pregunta tocando la puerta suavemente—.

—Sí, no te preocupes —contesto simpática—.

—El desayuno ya está listo.

—En unos minutos estoy contigo.

Tomo un conjunto de ropa interior café de mi maletín de viaje y me quito la toalla, quedando completamente al desnudo por unos segundos, lo que me provoca frío. Me pongo los interiores, unos vaqueros negros, una blusa color rosa y paso a maquillarme. Luego me peino, busco los zapatos deportivos que compré precisamente para estrenarlos en esta ciudad y bajo a la cocina corriendo. Allí me encuentro a Esther, Maga y Génesis tomando té y disfrutando de unos deliciosos emparedados de jamón y queso. Los saludo a todos con una sonrisa y separo una silla para acompañarlos en la mesa.

—Vaya hija, esto es un milagro —dice mi madre mientras le da un sorbo a su taza de té. Como ella siempre dice estar a dieta, ignora completamente los emparedados—. ¿Hace cuánto que no duermes hasta esta hora?

—No lo sé —respondo un tanto incómoda por su comentario—.

—Samantha frecuentemente suele madrugar —agrega ella orgullosa—. Antes de las seis de la mañana comienza con su rutina de ejercicios.

En esa parte Génesis tenía razón. Soy de aquellas personas que, sin importar lo que haya sucedido en la noche anterior, siempre se despierta antes de las seis de la mañana. Es como si en mi cuerpo tuviera instalado un reloj con alarma precisa, de esos que no paran de chillar hasta obligarte a abrir los ojos, de tal suerte que para cuando lo haces, no vuelves a conciliar el sueño nunca más. No importa si me haya desvelado por salir de fiesta y beber un poco, tener pesadillas con malditos payasos diabólicos o porque simplemente me pierdo en mis pensamientos, cavilaciones o reflexiones filosóficas; lo cierto es que cinco o diez minutos antes de las seis ya estoy de pie. Entonces, para quitarme la pereza de encima y comenzar el día con la energía suficiente, suelo proceder con mi rutina de ejercicios que suele durar unos cuarenta minutos.

—¿Así que Esther y tú irán a la zona comercial? —me pregunta mi madre sin quitar la vista de mí, como si sospechara que le estoy mintiendo—.

—Sam me va a acompañar a comprar un vestido para la cita sorpresa que tendré mañana con Leonardo —responde mi prima defendiéndome—.

—¿Ya se reconciliaron? —pregunta Maga curiosa—.

—En eso precisamente estamos trabajando —le contesto guiñándole un ojo—.

—Leonardo es un buen chico —aclara Maga—. Seguramente también está preocupado.

—¿Y la tienda de discos? —pregunta Esther algo preocupada—. No piensas abrir hoy —se dirige a Maga—.

—Génesis y yo nos encargaremos. No se preocupen.

El resto del desayuno transcurre en absoluto silencio y mientras estoy disfrutando de mi taza de café, recibo una llamada telefónica de un número desconocido. Me pongo de pie de un brinco y salgo de la cocina rápidamente para contestar. Para mi sorpresa, se trata de Alejandro.

—Te dije que me dejaras en paz, idiota —replico con voz áspera, todavía molesta y decepcionada—.

—Sam, por favor, solo déjame explicarte lo que…

—No necesitas explicarme nada Alejandro. Es tu boca y puedes decir con ella lo que se te dé la gana.




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