Un novio para Esther

39. ¡Sorpresa!

Lo primero que siento apenas recupero la consciencia y puedo abrir los ojos, son varias punzadas dolorosas en la cabeza, frente y nariz. Intento mover los brazos, las piernas y todo el cuerpo para acomodarme mejor, pero lo único que logro entender es que no tengo las suficientes fuerzas para liberarme. ¿Liberarme? ¿De qué? Estoy tan desubicada y confundida que apenas soy capaz de recordar mi nombre o lo que hice la última vez. Cierro los ojos nuevamente para ordenar mis pensamientos y es solo cuando escucho un gemido ronco pronunciando mi nombre que empiezo a conectar piezas sueltas.

—¡Esther! ¡Prima! ¿Estás bien? ¡Responde por favor!

Levanto la cabeza con torpeza y la muevo con cuidado siguiendo el sonido de la voz que me habla, entonces abro los ojos por segunda vez y entre sombras borrosas reparo de quien se trata: es mi prima, Samantha.

—Sam, ¿eres tú? —pregunto con un susurro—.

—Dios, Esther, si soy yo. Gracias al cielo. ¿Estás bien?

—Lo estoy, lo estoy… —respondo aún confusa—.

—¿Dónde demonios estamos?

—No lo sé, Sam, no logro recordar nada. Tengo la cabeza a punto de explotar. ¿Logras ver algo conocido?

—No. Nunca he estado en este lugar. Es… siniestro.

—Puedo ver luces. ¿Ya es de día?

—Sí. No sé que hora precisamente, pero es temprano. Puedo ver el sol asomarse por la ventana con todo su esplendor.

—¿Recuerdas dónde estuvimos la última vez? Eso nos puede dar muchas pistas.

—La cabaña de Leonardo, tu novio. Él y Génesis…

Sam rompe en llanto al instante y mi memoria empieza a conectar los recuerdos rápidamente. A la mente me vienen varias imágenes en bucle donde observo a Leonardo comiéndose a besos a Génesis, luego desnudándola y haciéndole el amor. Escucho sus respiraciones agitadas, sus gemidos y las vibraciones de sus cuerpos al contacto, con tal nitidez, que siento náuseas. Luego, me veo sujetando a Sam de la cintura, pues está desmayada, y acto seguido no hago más que darme golpes en la cara contra el suelo producto de la desesperación, con las manos muy manchadas de sangre y ahogándome en un mar de llantos y suspiros.

—Maldito hijo de… —vocifero dejándome llevar por la rabia, olvidando que sigo malherida—. Me las vas a pagar desgraciado, te lo juro. ¡Te lo juro! —lo grito con una fuerza descomunal, que siento desgarrarse mi garganta—

—Dios, Esther… por favor, tranquilízate.

Tal es el subidón de adrenalina que repentinamente me revive, que intento ponerme de pie de un brinco para salir corriendo, pero la realidad me detiene. Es solo en ese momento que reparo que estoy esposada a una silla de metal y que tengo los pies amarrados con una cadena. También me doy cuenta de que he sido afortunada, ya que la fuerza que imprimí al levantarme no fue suficiente para impulsar mi cuerpo hacia delante y caer de bruces (cosa que habría sido fatal para mí).

—¿Quién no esta haciendo esto? ¿Acaso es una broma de mal gusto? —pregunta Samantha con la voz quebrada, sollozando todavía—.

Quisiera tener una respuesta mínimamente lógica o racional que ofrecerle para tranquilizarla, pero la verdad es que sigo tan confundida y desubicada como ella. De paso me niego a creer que se trate de un malentendido o algún jueguito estúpido de Leonardo, pues todo parece planificado meticulosamente. Además, estoy convencida de que Génesis y Leonardo abandonaron la cabaña en el auto de este último apenas terminaron su fogosa sesión pasional, así que no tiene sentido que ambos sean cómplices de un delito tan ridículo y peligroso como este. De hecho, ¿por qué querrían deshacerse de nosotras si ni siquiera estaban al tanto de que los espiábamos?

—Dios Esther, estoy asustada. Ya quiero irme de aquí.

Ignoro a mi prima por un instante, pues estoy concentrada observando cada detalle de la habitación donde nos tienen encerradas. Se trata de un pequeño espacio oscuro y vacío que apenas está adornado con unos muebles desgastados y roídos, unos cuantos cuadros con imágenes de cazadores y granjeros colgados en las paredes y la ventana principal que deja ver la majestuosidad de sol en todo su esplendor. En este sentido Samantha tiene razón: es muy temprano todavía. El reloj no debe marcar más allá de las siete de la mañana y hace un frío tremendo. No tengo que ser adivina para comprender que hemos pasado la noche aquí, encerradas y bajo la custodia de algún degenerado.

—Yo también tengo mucho miedo Sam —confieso un tanto temblorosa—, pero debemos ser valientes…

—Yo nunca he sido valiente Esther, tú lo sabes. Siempre he ido por la vida fingiendo ser alguien que no soy…

—Dios Sam, no digas eso. Tú eres una mujer…

—No es la primera vez que atrapo a Génesis siéndole infiel a mi padre, sabes…

Aquella confesión me deja sin aliento. Sobre todo, porque ambas parecían tener una relación sólida. Muchos les decían que más que madre e hija parecían amigas íntimas. Pero escucharla ahora, con la mirada perdida, asegurando que su madre no era precisamente la persona más íntegra, decente y leal del mundo, me destroza. Era una noticia de esas que te hacen replantearte lo superficial de las cosas.

—Lo siento —es lo único que se me ocurre decir, pues no quiero complicarlo más con mis comentarios—.




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