Un novio para Esther

42. Confiar

Alejandro

Lo primero que observo apenas abro los ojos es la cara de un hombre que está vestido de policía y lleva una botella de agua en la mano derecha. La abre, dejando caer un chorro sobre mi frente y me sobresalto. Doy un giro repentino hacia mi costado lleno de temor y caigo al piso de césped de espalda, provocándome un leve dolor en las costillas. Luego me levanto de un brinco, retrocedo unos pasos y me pongo en posición de combate, con las piernas abiertas y los puños apretados, nervioso.

—Tranquilízate Alejandro por favor. Soy yo, tu amigo, Leonardo. ¿Me escuchas?

Apenas escucho su voz, la reconozco, pero todavía no lo puedo captar en imagen porque continuo con la visión borrosa. Estoy un poco mareado y me cuesta respirar.

—Rayos Leonardo, ¿dónde estamos? ¿Qué diablos sucede? ¿Esther se encuentra bien? ¿Y el asqueroso policía? —pregunto todavía desubicado, pero recuperando lentamente la memoria—.

—Esther se encuentra bien, vale —responde—. Logré conseguir la mitad del dinero y ya se la entregué al policía, no te preocupes.

Vuelvo a abrir los ojos una vez terminan mis mareos y al mirar al frente descubro a Leonardo con las manos esposadas a la espalda, con el policía apuntando un revólver en su sien y sonriendo infantilmente.

—Buenas tardes, bella durmiente —acota devolviendo el arma a su funda, cosa que me tranquiliza un tanto—.

—Ya tienes tu dinero asqueroso, ¿por qué no te largas de aquí de una vez por todas?

Intento abrir los brazos con fuerza para embestirlo con toda la rabia del mundo, pero me detengo abruptamente cuando me doy cuenta de que también tengo las muñecas esposadas. Siento el metal frío cortar superficialmente mi piel y un dolor terrible en los huesos, cosa que me obliga a desistir y meditar las cosas un momento.

—¡Relájate bebé! —dice en tono sarcástico—. Yo también estoy siguiendo órdenes, ¿recuerdas? Y he cumplido al traerlos aquí. En adelante, ustedes ya no son responsabilidad mía, así que… ¡suerte!

—¡Espera! —exclama Leonardo acercándose al policía amistosamente—. Por lo menos quítanos las esposas.

—Se las van a quitar ustedes mismos, pero una vez que yo haya escapado. Les dejaré las llaves sobre el pavimento al momento de arrancar la marcha.

—Una última pregunta. ¿Cómo sabemos cuál es el edificio donde están secuestradas las muchachas?

—¿Ves las fábricas abandonada al fondo del callejón?

Leonardo asiente.

—Él las tiene encerradas en una pequeña bodega en el ala sur, junto a un antiguo taller mecánico.

—Entiendo.

—Por cierto —agrega el policía dejando caer las llaves de las esposas sobre el césped, sorprendiéndonos—, él ya ha anticipado su llegada, así que los estará esperando. Vayan con cuidado y no se confíen. Se trata de un sujeto que está loco y puede ser muy peligroso.

Aquellas palabras no hacen más que acentuar el odio y la repulsión que le tengo, pero decido contenerme porque ello complicaría las cosas aún más. Habiéndose deshecho del policía entregándole la mitad del dinero, la cosa podía ponerse un tanto más sencilla para nosotros. Éramos dos contra uno, lo que nos daba una mínima ventaja.

—Podrás agarrar las llaves y liberarte una vez que haya arrancado la marcha del coche —el policía desenfunda el arma nuevamente, pero no apunta a nadie—. De lo contrario, no dudaré un segundo en dispararte a la cabeza.

Leonardo retrocede, mostrando claramente que ha entendido el mensaje, y el agente se acerca al coche mirando de reojo nuestros movimientos. Se sube a él con cuidado, lo enciende y da marcha rápidamente, perdiéndose en un suspiro al doblar la siguiente esquina. Leonardo corre inmediatamente hacia el lugar donde el policía arrojó dichas llaves y las recoge. Como está esposado con las manos en la espalda no puede utilizarlas, así que no tiene más remedio que recurrir a mi ayuda entre maldiciones.

—¿Podrías ayudarme? —pregunta evidentemente humillado—.

Yo no le doy respuesta alguna y solo me limito a tomar las llaves para probar cual corresponde a sus esposas. Las emparejo en cuestión de segundos y en segundos estamos libres nuevamente.

—¡Gracias! —lo pronuncia con tal remordimiento que apenas se escucha como un gemido—.

—Debemos apresurarnos. Esther y Samantha están en peligro. Luego tendremos tiempo para ser cordiales.

—Nos falta la mitad del dinero, por si no has caído en cuenta —vocifera encarándome con seriedad—.

Busco mi teléfono móvil en los bolsillos de la chaqueta entonces y finjo realizar una llamada a mi madre. No porque no cuente con el dinero suficiente para hacerle frente a la situación, sino porque tengo un plan. Un plan que, de no resultar, será un verdadero desastre.

—El dinero viene en camino —miento—.

—Debemos esperar entonces —afirma—.

—No podemos permitirnos perder más tiempo.

—¡Es la vida de mi novia, por si no te has dado cuenta!

—Y la vida de Samantha también, por si lo olvidaste.




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