Un novio para Esther

46. Disparos

Estamos a punto de atravesar la cerca metálica que nos permitirá escapar de aquel infierno donde un maldito nos había encerrado, cuando observo que a la distancia se nos acerca un policía caminando. Apenas logro divisar su figura, levanto la mano y grito para solicitar su ayuda, entonces Alejandro me toma violentamente del brazo y sin explicación alguna me pide que huyamos.

—¿Qué demonios te pasa Alejandro? —reprocho desprendiéndome de su sujeción y retrocediendo—. Necesitamos ahora mismo que intervenga la autoridad policial.

—¡Él es cómplice del sujeto que las secuestró! —añade desesperado obligándome a retroceder con rapidez—.

—¿Qué? —pregunto confundida—.

—¡Maldita sea Esther! ¡No tenemos tiempo para explicaciones! ¡Solo corre!

Estoy tan desorientada que no soy capaz de reaccionar y echar a correr, pero enseguida siento el impulso de una tercera persona sobre mi otro brazo. Es Sam.

—¡Corre!

Emprendemos de nuevo la marcha con dirección al interior de la fábrica y cuando nos encontramos a poquísimos metros de la puerta metálica, observamos que el maldito de mi padrastro ha tomado como rehén a Leonardo, apuntándole con un revólver en la cabeza y amenazándonos. Era claro que mi estrategia de influencia psicológica no iba a durar mucho tiempo y las circunstancias nos han obligado a volver al punto de inicio, desafortunadamente.

—¡Al suelo o le vuelo los sesos de un disparo! —añade Carlos cegado por la angustia—. ¡Ahora!

Fijo mi mirada en la de Leonardo intentando encontrar una respuesta, pero él asiente, indicándome que obedezca y no complique más las cosas.

—Esta bien, esta bien, tranquilo —dice Sam haciendo caso sin poner resistencia—.

Alejandro imita la acción de Samantha y yo soy la única que quiere resistirse y mantener el espíritu rebelde. Es entonces cuando escucho un disparo y veo a mi costado una nube de polvo que se desprende del suelo. Fue suficiente para provocarme un susto y obligarme a obedecer.

—¡Ahora! —exclama el policía acercándosenos por las espaldas—.

Me tiendo en el suelo boca abajo y apenas siento el frío penetrándome por el estómago y las extremidades, es que recuerdo que Carlos nos había arrancado los vestidos antes de escapar y ahora solo vamos en ropa interior.

—¿Qué demonios haces aquí? —pregunta Carlos sorprendido por la presencia inesperada del policía—. No se supone que ya recibiste lo que te correspondía del trato…

—Digamos que lo pensé mejor y que me gustaría quedarme con todo el botín —responde el policía apuntando en dirección a Carlos, dispuesto a dispararle—.

—¡Será mejor que te largues! ¡Estos son mis rehenes!

Apenas acaba de pronunciar la última palabra, se escucha un disparo. Sam, Alejandro y yo nos agachamos para intentar protegernos, pero cuando volvemos a levantar la mirada, observamos a Carlos tendido sobre el pavimento, muerto, en medio de un charco de sangre.

—¡Ahora son míos, idiota! —exclama el policía con un suspiro de alivio, satisfecho por su decisión—.

Leonardo se ha quedado petrificado al observar tan de cerca a la muerte y yo no puedo controlar el horrible temblor de mis manos, entendiendo que aquel sujeto vestido de policía iba a ser capaz de hacerlo todo con tal de tener el control, incluyendo asesinar a todo aquel que se le atravesase en el camino.

Por otro lado, no siento pena por la muerte del maldito de mi padrastro. Al contrario, suspiro de alivio porque en el fondo se lo merecía. Nunca más le volverá a hacer daño a ninguna mujer y ahora mismo deseo que su alma se pudra en los abismos más recónditos del infierno. También estoy tranquila porque entiendo que no fui yo quien tomó justicia por mano propia. De haber sido así, no me lo habría perdonado durante el resto de mi vida.

—¡Tú! —exclama el policía apuntando su arma en dirección a Leonardo—. Te escuché cuando le dijiste a este imbécil que tenías la otra parte del dinero. Quiero que me lo entregues ahora o haré que tu linda noviecita pague las consecuencias.

Entonces se acerca a mi posición, se acuclilla y con una sonrisa forzada golpea mis costillas, haciéndome llorar de dolor y obligándome a comer polvo.

—El dinero… ¡ahora!

Leonardo no reacciona y diez segundos después recibo otro topetazo en la espalda, pero ahora en la zona lumbar.

—Leonardo, por favor, contesta…

Carlos está punto de azotarme un tercer golpe y yo me preparo para soportar el siguiente dolor, pero es entonces cuando interviene Alejandro y me evita el sufrimiento.

—¡Espera! ¡Yo tengo el dinero! —grita con desesperación, llamando la atención del policía—.

—¿En verdad vale la pena morir por mentiroso?

—Sería incapaz de mentirte. Sobre todo, considerando las circunstancias…

—No juegues conmigo muchacho o ella la pagará muy caro.

—¡No estoy jugando! —exclama Alejandro ahora con voz más potente, evidentemente indignado—.

Mientras ellos intercambian mensajes desafiantes, concentro disimuladamente mi mirada en la mano del policía que sostiene el arma. Luego, recuerdo el subidón de adrenalina que sentí cuando Carlos nos tenía encerrada en esa fría habitación y me armo de valor para atacar tomándolo desprevenido. Cierro mi puño, tomo un bocado de aire y entonces ataco.




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