La trenza estaba saliendo perfecta, por supuesto. Samuel no era un improvisado del peine ni mucho menos: podía armar una trenza francesa con los ojos cerrados y una fisura en la muñeca.
Sentado detrás de Eleanor, sobre la mullida alfombra de su habitación, movía los dedos con precisión.
Eleanor, impasible, sostenía su taza de leche tibia de cada noche, vestida con su infalible pijama de conejo, con orejas caídas incluidas. Tenía la mirada fija en la nada, como si estuviera meditando sobre el sentido de la vida.
—¿Duele? —preguntó Samuel, soltando un poco la tensión como si su hija tuviera el cuero cabelludo de cristal.
—No —respondió ella con un bostezo que le sacudió hasta las pestañas—. Puedes seguir.
Silencio. De ese cálido, doméstico, lleno de confianza. Solo se oía el suave crujido del viento contra la ventana y el murmullo casi meditativo del roce de dedos separando mechones. La lámpara de pie, siempre fiel, bañaba la escena en luz dorada, como si dijera: “Aquí todo está bien. Sigan así”.
Hasta que, claro, Eleanor habló.
—Papá...
Samuel ya conocía ese tono. El clásico "voy a preguntarte algo que podría incomodarte, pero soy adorable y no puedes enojarte". Así que sonrió, con esa mezcla de resignación y ternura que solo los padres manejan con maestría.
—¿Sí, mi amor?
—¿Por qué no tienes novio?
El mechón que tenía en la mano resbaló con toda la elegancia de una cáscara de banana en una película de los cuarenta.
—¿Qué? —dijo él, sin poder evitar la risa nerviosa—. ¿De dónde salió eso?
—Es que... —Eleanor hizo un gesto con la taza como si estuviera a punto de dictar una conferencia— todos en la escuela tienen mamá y papá. O dos mamás. O dos papás. Y yo tengo solo uno.
Samuel se tomó un segundo. No porque la pregunta le doliera, sino porque esa tranquilidad con la que su hija exponía la situación lo dejaba sin defensa.
—Sabes que no hace falta tener dos papás para ser una familia... ¿verdad?
Eleanor asintió, se giró y lo miró con una sonrisa que claramente indicaba: “No me vengas con discursos, sé lo que quiero”.
—Lo sé. Pero me gustaría verte feliz. Con un novio que te regale flores y chocolates.
Samuel se mordió el labio para no soltar la carcajada. Su hija estaba organizándole la vida amorosa como si fuera su manager personal.
—Pero yo ya soy muy feliz. Porque te tengo a ti.
—Y yo soy feliz contigo —declaró Eleanor, arrojándose sobre él como un koala bien entrenado—. Eres el mejor papá del mundo y te amo hasta el cielo ida y vuelta.
—Yo también te amo. Muchísimo. Y bueno... algún día quizá tenga novio. Pero solo vas a conocerlo cuando esté seguro de que es un buen hombre.
—¡Pero yo tengo que conocerlo antes! —protestó ella con una indignación adorable—. Tengo que asegurarme de que te trate bonito. Y si no lo hace... ¡zas!
Samuel no pudo evitar reírse. Ella no tenía idea de cuántos hombres necesitaban un buen “zas” en su vida.
—Está bien. Trato hecho. Si algún día aparece alguien que me guste mucho, primero pasará por ti. Y si no te convence, se va por donde vino. Pero nos quedamos con las flores y los chocolates.
Eleanor, satisfecha, volvió a sentarse derecha y permitió que él retomara su trenza. Al terminar, Samuel la ayudó a meterse en la cama, la arropó con el cariño de siempre y le dio un beso en la frente.
—Buenas noches, mi amor —susurró.
—Buenas noches, papá —murmuró ella, ya con la voz pastosa de sueño.
Salió del cuarto en puntas de pie, cerrando la puerta con cuidado. Y con esa mezcla de ternura y cansancio que deja el final del día, se fue directo a la cocina.
Recogió los platos de la cena (espagueti a la manera de Samuel: con salsa casera cocinada a fuego lento, ajo dorado como Dios manda y un toque secreto que ni bajo amenaza revelaría) y se puso a lavar. Fue justo cuando estaba en la recta final del enjuague, con las manos mojadas y la cabeza tarareando un viejo tema de Whitney Houston, que escuchó el zumbido seco del teléfono sobre la encimera.
Un mensaje.
Se secó las manos con rapidez y miró la pantalla. Un nombre conocido, pero inesperado.
Jonathan: Ey. No sé si todo está bien entre nosotros, pero quería invitarte a mi cumpleaños. Este sábado. Me gustaría que vinieras.
Samuel: Jonathan. ¡Tanto tiempo! ¿Por qué las cosas estarían mal entre nosotros?
No tardó mucho en recibir respuesta.
Jonathan: Porque dejaste de responder mis mensajes. No supe más de ti. No sé si hice algo mal...
Ay.
Sí. Era culpable. Samuel Halston, declarado culpable de ghostear sin aviso. Jonathan no había hecho nada malo. Más bien lo contrario: había sido adorable. Demasiado adorable. Como aquella vez que, en medio de una conversación casual, Samuel mencionó que se había quedado sin velas para meditar, y a la semana siguiente, pum, Jonathan apareció con dos velas aromáticas como si fuera el repartidor oficial de paz interior.