Jonathan se ajustó los puños de la camisa frente al espejo, se pasó una mano por el cabello (que, milagrosamente, cooperaba con él como si también celebrara) y se sonrió. Cumplir treinta y seis no estaba tan mal. Tenía un hogar cálido, una familia que lo quería, una paloma con dormitorio propio y un pastel esperándolo abajo. Lo único que faltaba era que su hermano no mencionara la palabra "envejeciendo". Bastaría con eso para que le lanzara el canapé más cercano sin remordimientos.
Antes de bajar, se asomó a la habitación de su palomhija, Aida. Ella picoteaba con elegancia su mezcla gourmet de semillas frente a la ventana, justo debajo de su decoración favorita: unas ramas de árbol colgadas del techo, porque claro, ¿quién no querría una recreación de su hábitat al lado de la calefacción central? Jonathan se inclinó hacia ella.
—Pórtate bien, ¿sí?
Aida lo miró. Él juraría que con juicio. Como si dijera “yo siempre me porto bien, humano”. Y sí, así era. Era una paloma educada y, sobre todo, agradecida. Jonathan la había llevado a casa luego de tenerla varios días en la veterinaria, recuperándose. La habían encontrado herida en la calle y, afortunadamente, alguien se había apiadado. Aunque claro, Aida ya no podía volar como antes. Con el tiempo había conseguido elevarse un poco, pero se cansaba pronto y al aire libre sería presa fácil de cualquier gato con hambre y escasa moral. Así que sí, había adoptado a una paloma. Y la adoraba. Era su compañera fiel desde hacía meses.
Le cerró la puerta con cuidado (Aida detestaba los portazos) y bajó las escaleras. Aún era temprano, pero comenzaría a disponer algunos aperitivos sobre la mesa de centro y a revisar que todo estuviera perfecto.
Estaba en plena colocación de servilletas de papel cuando sonó el timbre. Frunció el ceño. ¿Quién llegaba tan pronto? Caminó hacia la puerta con la tranquilidad de quien espera a un repartidor confundido. Pero al abrirla, su corazón dio un vuelco y su sistema nervioso, una voltereta.
—Samuel —dijo, y sonrió.
Allí estaba. En carne, hueso y sonrisa culpable. Jonathan no tuvo que pensarlo. Lo abrazó. Un gesto amistoso, sí, pero con la calidez exacta de un "cuánto te extrañé".
Samuel rio y lo abrazó de vuelta.
—Siento haber sido un mal amigo. Feliz cumpleaños.
—No te preocupes —dijo Jonathan, con honestidad genuina.
Y entonces, una pequeña garganta se aclaró con dramatismo digno del teatro. Jonathan bajó la mirada y encontró a una niña. Con dos coletas, una chaqueta abotonada con precisión militar y una expresión que decía "¿por qué abrazas a mi papá con tanta confianza, extraño?".
—Esta encantadora damita debe ser Eleanor —dijo Jonathan.
—Eleanor Halston, mi hija —confirmó Samuel—. Ellie, él es Jonathan Montgomery, un amigo que no veía hace un tiempo.
Eleanor le extendió la mano con solemnidad, como si firmara contratos millonarios a diario.
—Ava ha hablado de ti. Eres un doctor de animales.
Jonathan rio, enternecido.
—Así es.
—Qué lindo —dictaminó—. ¿Podemos entrar?
—Dios, por favor, pasen. Lo siento. Pónganse cómodos. Pueden dejar sus abrigos en el perchero.
Mientras Samuel ayudaba a Ellie a sacarse el abrigo con una dulzura que le derretiría hasta al más cínico del barrio, Jonathan lo observaba. Sí, definitivamente seguía sintiendo eso por él. Y ahora era peor. Porque la atracción tenía un bonus de ternura demoledora.
—Pueden esperarme en la sala. Estaba a punto de servir unos aperitivos.
—Te ayudo —dijo Samuel—. Sé que llegamos temprano, pero creo que eran mis ansias de volver a la vida social.
Jonathan rio.
—¿Eleanor, quieres jugo, agua, algo de comer quizá?
—Me gusta que me llamen Ellie. Y sí, quiero agua, por favor.
Jonathan contuvo la risa, aunque por dentro ya estaba dando ovaciones. Eleanor tenía una personalidad gigantesca, imposible de ignorar. Y aunque apenas la conocía desde hacía cinco minutos, ya era evidente que era la hija perfecta para Samuel.
—A tu servicio, Ellie. Enseguida te sirvo agua.
—¿Puedo sentarme aquí? —preguntó, señalando el sofá.
—Sí, donde gustes. Siéntete como en casa.
Mientras caminaban hacia la cocina, Samuel comentó en voz baja:
—No debiste decirle eso. En casa estaría descalza, echada en el sofá con su mantita, y manejando el control remoto como una anciana jubilada.
Jonathan soltó una carcajada sonora.
—Sé que ya te felicité, pero vuelvo a hacerlo.
—Gracias —respondió Samuel, con una sonrisa sincera—. Luego te pondré al corriente de todo el proceso.
—Cuando estés listo —dijo Jonathan, sin presionar.
Samuel asintió con un gesto casi imperceptible, y al entrar a la cocina, se quedó unos segundos en silencio, escaneando el lugar.
—¿Tú hiciste todo esto? —preguntó finalmente, con esa mezcla de admiración y sospecha que uno reserva para las hazañas improbables.