Samuel sonreía mientras observaba a Eleanor jugar con Ava y Harry en una esquina de la sala. Estaban completamente sumidos en una construcción colectiva con ladrillos de plástico gigantes, el tipo de juguete que, según la caja, promovía la creatividad, la motricidad fina y la capacidad de tropezarse con ellos y maldecir en cinco idiomas diferentes si uno no los veía en el suelo.
La escena era cálida, casi cinematográfica. Los niños sentados sobre la alfombra entre piezas multicolor como pequeños arquitectos con demasiado entusiasmo y cero criterio estructural. Eleanor estaba roja de tanto reírse, con el pelo revuelto en mechones rebeldes, y esa chispa inconfundible en los ojos de quien está tramando algo que probablemente requerirá disculpas más tarde.
Verla así le provocaba una paz impensada. De esas que uno no sabe que necesita hasta que la tiene. Porque sí, su hija era un terremoto, pero era su terremoto. Y verla feliz le calmaba algo en el pecho que él no sabía que tenía tensionado.
Afortunadamente, Eleanor, Ava y Harry habían coincidido en edad (por un golpe de suerte que ni el calendario escolar británico había podido arruinar) y eso había significado que comenzaran la escuela juntos hacía apenas unas semanas. Una experiencia transformadora para Samuel, aunque no por los motivos que él había imaginado.
Socializar con otros padres había resultado... peculiar. Por un lado, ahora sabía cosas como cuántos plátanos se consideran demasiados en una lonchera, o que existe una guerra fría silenciosa entre las madres que envían snacks orgánicos y las que creen que un paquete de galletas no arruina la infancia. Por otro, su WhatsApp era un hervidero constante de mensajes: desde memes con minions hasta fotos de tareas escolares y cadenas alarmistas sobre piojos.
Su círculo íntimo, sin embargo, era un tridente imbatible: Brooke (madrina de Eleanor y mamá de Ava) y Rebecca (compañera de trabajo de Brooke, mamá de Harry y, aunque el vínculo era más reciente, alguien a quien ya consideraba una amiga). Los tres habían formado una especie de cooperativa emocional y estratégica: se turnaban para llevar y recoger a los niños, cubrían baches cuando el trabajo se salía de control, y contaban con un sistema de emergencia que incluía videollamadas, vino blanco y la frase mágica: “¿Quieres que yo me encargue?”
Y ahí estaba su pequeña, en su grupo de amigos consolidado, gritando, riendo, feliz.
Le hacía bien verla así. Todo había valido la pena.
Y mientras se permitía disfrutar de ese pequeño respiro, una presencia a su lado le recordó que no estaba solo. Jonathan se paró junto a él, sonriendo.
—¿Cómo estás pasándola entre todo este caos infantil? —preguntó Samuel, con tono socarrón.
—Feliz. Me alegra que todos hayan podido venir —respondió Jonathan, con esa sonrisa tranquila de quien aún no ha pisado un ladrillo de juguete descalzo—. Pero en realidad, me alegra mucho más que tú hayas podido venir.
Samuel se llevó una mano al pecho, con dramatismo.
—Y aun así me vas a obligar a ver un partido de fútbol. Esa sí que es una venganza por ghostearte.
Jonathan soltó una carcajada.
—No es castigo. Quiero hacer algo contigo.
—Podemos cenar, almorzar, ir al parque con Ellie... —enumeró Samuel, mientras lo observaba con suspicacia—. Pero dime, ¿por qué nos llevas a esa chica? Gianna, ¿verdad?
Jonathan miró hacia el sofá donde Gianna charlaba animadamente con Brooke y luego volvió la vista a Samuel con la misma cara que pondría un profesor de física si le preguntaran si los átomos se pueden comer con mayonesa.
—Gianna es mi compañera de trabajo. Amiga, sí, desde hace años. Pero no, no estamos interesados el uno en el otro.
—Ah, bueno —Samuel alzó una ceja, aún no convencido—. ¿Y no has salido con nadie en todo este tiempo?
Jonathan negó con la cabeza, con serenidad.
—Sigo sin citas. No ha sido mi prioridad.
Samuel chasqueó la lengua.
—Egoísta. Estás negando esa belleza.
Jonathan soltó una risa cálida.
—Extrañaba que me coquetearas.
—¿Necesitabas que alguien te recordara lo maravilloso que eres? —dijo Samuel, sarcástico.
—Necesitaba verte a ti. ¿Estás saliendo con alguien?
Samuel lo miró, sorprendido por lo directo de la pregunta. Su cerebro hizo una pausa incómoda.
—No. Literalmente soy papá de tiempo completo.
Y entonces Jonathan sonrió. Pero no con la dulzura habitual, ni con ese gesto amable y neutro que usaba con todos. Esta vez... había otra cosa. ¿Coqueteo? ¿Encanto personalizado? ¿Un destello romántico? No podía ser.
Jonathan era hetero. Hetero certificado. A lo sumo, un hetero curioso. Y Samuel ya había tenido suficientes experiencias con heteros curiosos como para saber que eran el equivalente emocional a comer sushi de gasolinera: una tentación costosa, potencialmente tóxica y con altas probabilidades de terminar en vómito.
—¿Me estás coqueteando? —soltó, mitad divertido, mitad escandalizado.
Jonathan estaba por abrir la boca cuando un grito agudo los sacó de escena.