Samuel todavía se estaba preguntando si todo lo que había pasado en el cumpleaños de Jonathan había sido real o producto de su imaginación alimentada por la falta crónica de afecto y la sonrisa desarmante de un veterinario. No habían vuelto a hablar desde la fiesta, y eso solo había aumentado su nivel de desconcierto. ¿Qué habían sido esas miraditas? ¿Y ese guiño? ¿Y las sonrisas? ¿Sonrisas normales o sonrisas con intenciones?
Había pasado el domingo con sus padres y Eleanor, así que no había prestado demasiada atención al teléfono. Al llegar a casa, después de cenar y acostar a su hija, se metió en la cama con el control remoto en la mano y un programa puesto sólo como ruido de fondo. Fue entonces cuando lo vio: un mensaje de hace unas cuantas horas.
Jonathan: Hola, Sam. Estoy aburrido y sin planes. Si a ti y a Ellie les interesa, me gustaría ir al cine.
Samuel sonrió. Una sonrisa triste, de esas que uno no planea. Respondió:
Samuel: Lo siento, pasé el día con mis padres y Ellie. Apenas veo tu mensaje.
La respuesta llegó tan rápido que casi lo asusta:
Jonathan: Descuida. Solo tenía ganas de verte, pero tendré que esperar a que me hagas un espacio en tu agenda.
Samuel soltó una carcajada. ¿Un espacio en su agenda? Por favor. Si su agenda consistía en reuniones laborales, preparar almuerzos con caritas de pepino y lidiar con una niña de seis años que actuaba como si fuera la CEO de su propia empresa. Impulsivamente, marcó el número de Jonathan. Sí, lo llamó. Así, sin replanteárselo.
—Hola, tú —dijo Jonathan al contestar, con una voz que sonaba peligrosamente encantadora.
—A ver, ilumíname. ¿Qué te está pasando? —dijo Samuel—. En serio parece que me estás coqueteando.
Del otro lado de la línea, se escuchó una risa. No una risa cualquiera, no. Era esa clase de risa suave, encantadora, que uno usa cuando quiere gustarle a alguien sin decirlo en voz alta.
—Esperé más de seis meses para volver a verte —dijo Jonathan.
—¿Eso qué quiere decir?
—Que ahora que volviste a aparecer, no quiero que te vayas. Sé que ahora eres papá, pero quisiera tener tiempo contigo... y con Ellie, claro.
Samuel se llevó una mano a la frente.
—Jonathan, estás siendo ambiguo. Por Dios, solo dime si estuviste coqueteándome en tu fiesta o si enloquecí por la falta de contacto humano.
Jonathan soltó otra risa, más clara esta vez.
—Samuel, no esperaba decírtelo por teléfono, pero... quiero una cita contigo.
Samuel se quedó mudo. Literalmente. Su cerebro tuvo que reiniciarse como un sistema operativo de los noventa. Cuando por fin reaccionó, soltó una carcajada nerviosa.
—No me lo creo. No hagas bromas con eso.
—No es broma. Me gustas.
—Entonces debe ser curiosidad. Y está bien si tienes curiosidad y quieres experimentar, pero por favor, no lo hagas conmigo. Luego todo se pone raro, y yo te quiero mucho como amigo como para arruinar eso por algo momentáneo.
Jonathan soltó una carcajada real, de esas que rebotan en el pecho.
—Samuel, yo ya sé lo que quiero. Esto no es un experimento. Ya pasé esa etapa.
—Perdona, pero no te creo. Ya he salido con hombres hetero curiosos y nunca termina bien. Deja que preserve mi estabilidad emocional.
—Nunca jugaría con los sentimientos de alguien, pero mucho menos con los tuyos. Me importas.
Samuel se rio, más para ocultar la revolución interna que otra cosa.
—Jonathan, basta. Usa una app. Ahí puedes curiosear sin arriesgar tus amistades.
—Eres un tozudo.
—Me han roto muchas veces el corazón, ¿ok?
—Afortunadamente, puedo repararlo.
—Tú atiendes animales, no personas.
—Es más o menos lo mismo. Y... Me encantaría salir contigo. Si no quieres nada y prefieres dejarme en la friendzone, está bien. Pero no vuelvas a desaparecer.
—¡Descarado! No te estoy dejando en la friendzone. Y no tengo motivos para desaparecer. Ahora que Ellie es legalmente mi hija, ya no hay nada que me retenga. Te contaré todo pronto.
—¿Nos vemos mañana para almorzar y me pones al corriente?
Samuel lo pensó un segundo, repasando si tenía algo que hacer.
—Claro. Tengo un rato libre.
—¿Te busco en la oficina? —preguntó Jonathan.
—Sí, perfecto. Pero ahora debo colgar. Me muero de sueño.
—Yo igual. Ya estoy en la cama.
—Yo también —dijo Samuel, bostezando—. Te veo mañana.
—Descansa. Yo lo haré de maravillas ahora que escuché tu voz.
Samuel soltó una risa.
—Eres un tonto. Ve a buscar a otro con quién curiosear.
Y colgó.
No estaba enojado. Ni confundido. Bueno, un poco confundido, sí. Pero más que nada, divertido. Era gracioso pensar que su amor platónico ahora le coqueteaba.