Un novio para mi papá

~7~

Era miércoles, llovía a cántaros y el día pedía a gritos una manta, una película tonta y algo azucarado para comer sin remordimientos. Pero no. No había sofá, ni manta, ni chocolate caliente en el menú inmediato. Había tarea.

Y tarea era tarea. Incluso si una nube gris parecía haber estacionado encima del departamento y el clima gritaba “¡vive tu mejor vida sedentaria!”

Samuel y Eleanor estaban sentados a la mesa del comedor, cada uno con su taza: la de él con restos de café frío, la de ella con un té tibio y dulzón. Sobre la mesa había lápices de colores, un cuaderno con esquinas dobladas, una goma que claramente había pasado por la guerra, y una hoja con la consigna impresa.

Samuel la leyó en voz alta con la solemnidad de un actor de teatro:

—“Tarea: elige un cuento clásico que conozcas y escríbelo con tus propias palabras. Puedes cambiar algunas cosas o inventar detalles si quieres. Por ejemplo, puedes imaginar que la bruja usa una tostadora para volar o que la princesa tiene una bicicleta”. —Levantó la vista—. ¿Ya elegiste cuál vas a contar?

Eleanor asintió muy segura de sí misma.

—Sí. La Caperucita Roja.

—¿Ah sí? —Samuel apoyó el codo sobre la mesa y la observó con interés—. ¿Y por qué ese?

Ella lo miró como si acabara de preguntar por qué el sol salía cada mañana.

—Porque cuando ibas a visitarme, fue el primer libro que me leíste. ¿Lo olvidaste?

Samuel sonrió de inmediato, como si le hubiesen apretado un botoncito dentro del pecho.

—No, claro que no. Nunca podría olvidarlo. Pero también podrías haberlo elegido porque te gusta el rojo. O las capas. O los lobos feroces —dijo, fingiendo que la analizaba con lupa.

Eleanor se rio y negó con la cabeza.

—No. Es solo porque me recuerda a ti.

Y eso fue suficiente para que Samuel se inclinara y le diera un beso en la sien. Tenía a la hija más detallista del planeta. Y posiblemente, del sistema solar entero.

—¿Empezamos? —preguntó él, recuperando la compostura.

Eleanor se tocó la frente dramáticamente, como si allí estuviera almacenado el cuento más premiado del siglo.

—Sí. Ya lo tengo todo en mi mente.

—Perfecto. Te escucho mientras escribes —dijo Samuel, tomando un sorbo de su café. Que ahora que lo pensaba... ya estaba helado.

Eleanor agarró su lápiz con entusiasmo y comenzó a escribir mientras hablaba en voz baja, concentrada.

—Había una vez una niña llamada Caperucita Roja, que vivía en una casa chiquita con su mamá, y un día su mamá le pidió que llevara una canasta a su abuela que estaba enferma...

Samuel la observaba, entre orgulloso y enternecido. Su letra era pequeña, irregular y con algún que otro garabato que seguramente no tenía nombre en ningún sistema de caligrafía conocido, pero todo en ella gritaba “¡Eleanor estuvo aquí!”.

—Y entonces —siguió ella, escribiendo— se fue por el bosque, pero no se encontró con un lobo feroz... sino con un lobo torpe. Que se tropezaba con raíces y hablaba en voz muy alta, así que no podía asustar a nadie.

Samuel soltó una risita.

—Un enfoque interesante.

—Sí —dijo Eleanor con naturalidad—. Y después, cuando fue a la casa de la abuela, el lobo no se la comió, porque era alérgico a las capas rojas.

Samuel ya no pudo contener la carcajada.

—¿Alergia a las capas rojas? Eso sí que es específico.

—No sé —respondió Eleanor encogiéndose de hombros—, pero empezó a estornudar muchísimo. Entonces Caperucita y la abuela le ofrecieron un pañuelo, lo invitaron a entrar, y al final todos terminaron compartiendo la comida de la canasta.

—¿Todos? ¿Hasta el lobo?

—¡Sí! Comieron sándwiches de huevo con mayonesa, y después se tomaron una limonada casera que había preparado la abuela.

—Ah, bueno —dijo Samuel, apoyando el mentón en una mano—. ¿Y no vino un leñador a arruinar la fiesta?

Eleanor lo miró como si estuviera diciendo una barbaridad.

—No, papá. En mi historia todos conversan y hacen las paces como personas educadas.

Samuel alzó las cejas, impresionado.

—Es una gran enseñanza.

—Gracias —dijo ella, con una sonrisa de satisfacción—. Creo que a la maestra le va a gustar.

—Seguro que sí. Se va a divertir tanto como yo lo hice.

—Ya quiero escuchar los cuentos de Ava y Harry —agregó mientras recogía sus lápices.

—¿Qué eligieron ellos? —preguntó Samuel, todavía con una sonrisa.

—Ava eligió La Bella Durmiente. Y Harry… uno de un flautista, creo.

—¿El flautista de Hamelin?

—¡Sí, ese! Dijo que iba a hacer dibujos también.

—Vaya, eso suena a mucho trabajo.

—Es que Harry es muy aplicado en literatura —dijo con la seriedad de quien emite un informe académico.




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