El ascensor subía con lentitud exasperante, como si estuviera emulando una telenovela dramática en cámara lenta. Jonathan, cargado con una bolsa, se miraba en las puertas metálicas con la resignación de quien lleva cinco pisos cuestionando su peinado.
—Claramente hoy no es un buen día para mi cabello —le susurró a su reflejo, aplastándose un mechón rebelde.
Había avisado por mensaje que ya estaba abajo y ahora, al llegar al piso de Samuel, caminaba por el pasillo alfombrado buscando el número correcto en las puertas cuidadosamente numeradas.
Cuando por fin lo encontró, no tuvo ni que tocar: la puerta se abrió de golpe y allí estaba Eleanor, con dos coletas perfectamente simétricas, pijama de conejo con orejas incluidas y pantuflas que claramente estaban hechas de nubes y sueños.
—¡Bienvenido, Jonathan! —anunció con tono de anfitriona experimentada, como si llevara años practicando.
Jonathan sonrió de inmediato, contagiado por el entusiasmo.
—Hola, Ellie —respondió, atrapado entre la ternura y las ganas de preguntar si esa pijama venía en talle adulto.
Ella le tomó la mano sin pedir permiso, como quien sabe exactamente dónde llevar a sus invitados, y tironeó de él con decisión.
—Ven, mi papá está sirviendo el té y el café. ¿Tú qué tomas? ¿Té o café?
—Últimamente prefiero el té.
—Yo también. Es que todavía no puedo tomar café, ya sabes, porque soy pequeña —dijo, alzando una ceja como si eso fuera un dato clasificado.
Jonathan asintió con seriedad fingida, mordiéndose la lengua para no reírse. Tenía la sensación de estar interactuando con una señora británica atrapada en un cuerpo de seis años.
Al llegar a la sala, vio a Samuel, inclinado sobre la mesa de centro, organizaba una bandeja con precisión. Tazas alineadas, cucharas relucientes, azúcar, miel, infusiones humeantes. La escena parecía robada de una revista que prometía tardes perfectas de otoño con el eslogan “acurrúquese aquí”.
—Hola, Jon —dijo Samuel alzando la vista con una sonrisa—. Por un momento creí que llegarías en barco.
—Debería haberlo considerado —contestó Jonathan, riendo.
Samuel se acercó y lo saludó con un apretón de manos que duró un segundo más de lo necesario. Tal vez dos. Lo justo para poner a flotar una mariposa en su estómago. Luego señaló el sillón con la misma gracia con la que un mayordomo real diría "Su Alteza".
—Por favor, siéntate. Merendamos aquí. Nos gusta más que el comedor, que da a un cuadro torcido que me estresa.
—Perfecto. Estoy tan hambriento que incluso comería en el balcón.
—¿Quieres que te guarde el abrigo? ¿O prefieres que sostenga la bolsa? —intervino Eleanor, tan formal y encantadora que parecía haber hecho un máster en protocolo social.
Jonathan se enterneció.
—Toma —le tendió la bolsa—. Hay algo para ti dentro. Espero que te guste.
Eleanor abrió los ojos como si acabara de recibir una entrada VIP al mundo de los postres.
—¿Puedo mirar?
—Por supuesto.
Mientras Samuel desaparecía brevemente con el abrigo, Eleanor sacó cuidadosamente el contenido de la bolsa, como si estuviera desenvolviendo un tesoro antiguo. Un segundo después, gritó:
—¡Apple crumble! ¡Es de mis favoritos! ¡¿Cómo lo supiste?!
Jonathan le guiñó un ojo.
—Tengo informantes secretos.
—¿Mi papá?
—Bueno... sí.
Eleanor se echó a reír y se sentó, dando palmaditas en el lugar a su lado.
—Lo de chocolate es para tu papá —dijo Jonathan mientras se acomodaba junto a ella.
—Qué lindo. Mi papá ama el chocolate. Le va a encantar.
Samuel regresó justo a tiempo, con platos, cuchillos y tenedores.
—Aquí tienen. Que no falte nada —dijo, dejando todo sobre la mesa con precisión. Luego se sentó al otro lado de Jonathan y añadió—: ¿Saliste antes del trabajo?
—Dos cirugías esta mañana. Necesitaba descanso, comida y, sinceramente, un poco de ustedes.
—Awww —dijeron Eleanor y Samuel casi al mismo tiempo, aunque uno de los dos intentó disimularlo con un sorbo del café que acababa de servirse.
Eleanor sonrió como si le hubiesen dado un premio mayor.
—Papá, Jonathan nos trajo todo lo que nos gusta.
—Eso veo. Un gran detalle —dijo Samuel, mirando de reojo a Jonathan con algo que parecía gratitud contenida.
Eleanor tomó la bolsa y olfateó algo con la intensidad de un sabueso pastelero.
—¿Qué es esto? —señaló el tercer paquete que aún no había sido liberado del envoltorio—. Huele a limón.
—Son tartaletas de limón —confirmó Jonathan—. Esas son para mí, pero estoy dispuesto a compartirlas.
—¿Me cortas un trocito? —preguntó ella.
—Claro.