El sábado Jonathan llegó a casa de Samuel con una mochila gigante y varias bolsas colgando de los brazos, como si estuviera por instalarse allí de forma indefinida.
Parecía una mudanza.
De hecho, por un instante consideró preguntarle si planeaba quedarse a vivir allí.
—¿Eso es... ropa? —preguntó Samuel, alzando una ceja mientras Jonathan empezaba a desenterrar del fondo de una de las bolsas lo que claramente era una camiseta de fútbol con un escudo que gritaba “pasión irracional”.
—No ropa —respondió Jonathan, con entusiasmo—. ¡Es el uniforme de la gloria! Hoy juega el Manchester United contra el Chelsea. ¡Clásico!
—Clásico sería estar en pijama, disfrutando del sábado en casa —respondió Samuel, que seguía de pie con su elegante abrigo gris y las botas perfectamente lustradas, como un caballero listo para asistir a la ópera, no para ir a gritar goles en un estadio.
—Vamos, al menos dale una oportunidad a la bufanda —dijo Jonathan, sacándola con una reverencia dramática.
—Yo ya tenía mi outfit perfecto —murmuró Samuel, cruzando los brazos mientras sus ojos analizaban la prenda con escepticismo.
Pero Jonathan ya no lo escuchaba. Estaba ocupado sacando de su mochila una gorra pequeña y una bufanda infantil, ambas con los colores rojo y negro del Manchester. Luego se agachó frente a Eleanor con una sonrisa radiante.
—Son de mi infancia —explicó, como si estuviera revelando el secreto—. Tenía más o menos tu edad cuando mi papá me los regaló. Son una reliquia, así que voy a prestártelos hasta que tengas tus propias cosas del equipo.
Eleanor, que a esas alturas ya tenía los ojos brillantes de entusiasmo, exclamó con emoción:
—¿En serio? ¡Gracias!
Jonathan le colocó con cuidado la gorra, ajustándola con suavidad, y luego le acomodó la bufanda por encima del abrigo como si fuera un estilista profesional con especialidad en “moda infantil futbolera”.
Samuel suspiró. Con fuerza.
Era imposible negarse ante esa escena. Si ese hombre quería que se pusiera una bufanda fea con un escudo gigante y agresivamente bordado, pues se la pondría.
—Tengo un abrigo para ti —dijo Jonathan con una sonrisa triunfal, señalando una prenda que, desde lejos, gritaba “Manchester” con la sutileza de una bocina en plena misa.
—Esto es una clara demostración de afecto de mi parte —murmuró Samuel, recibiendo el abrigo como si le hubiesen entregado una capa de payaso.
Jonathan soltó una risa.
—Gracias, yo también te quiero. Luego haremos algo que te guste a ti. ¿Tal vez un concierto de Lady Gaga?
—Acepto —dijo Samuel, con gravedad.
El abrigo, para colmo, le quedaba perfecto. Odiosamente perfecto. Claro, Jonathan era apenas unos centímetros más alto, pero tenían medidas similares. Samuel se lo puso con la gracia de alguien que está aceptando su destino. Justo entonces, Jonathan se acercó con la bufanda, y la enrolló en su cuello con una teatralidad que rozaba lo ilegal.
—Hermoso —dijo, admirándolo como si lo hubiese vestido para una alfombra roja.
—¡Papá, estás muy bonito! —gritó Eleanor, dando un aplauso que derritió lo que quedaba de su resistencia.
—Ahora sí, listos para ir a alentar al Manchester —anunció Jonathan, levantando el puño como si fuera parte de una manifestación revolucionaria.
—¡Sí, Manchester! ¡Ahora soy fan de ese equipo! —dijo Eleanor, con una sonrisa que habría convencido hasta a un fanático del Chelsea.
Samuel sonrió. Él no tenía ni idea de fútbol más allá de saber que había una pelota y que los jugadores corrían tras ella. Pero si su hija se entusiasmaba, entonces valía la pena. Incluso si se sentía como un maniquí en un comercial de ropa deportiva que no aprobaba.
Jonathan se colocó su propia bufanda, gorra y abrigo con un brillo infantil en los ojos. Parecía un niño camino a su primer partido. Samuel sintió el impulso de abrazarlo. Maldito hombre y su carisma imposible de combatir.
—¡Qué lindo estás, Jonathan! —dijo Eleanor, mirándolo con adoración.
—Gracias, tú estás hermosa. Como una princesa deportista.
Eleanor soltó una risita.
—Papá, tómame una foto con Jonathan —pidió, mientras sacaba el teléfono del bolsillo de Samuel con la precisión de una experta—. ¿Me levantas en brazos? —le preguntó a Jonathan después.
—¡Por supuesto!
Jonathan la levantó como si no pesara más que una pluma. Ambos alzaron el puño, como si ya estuvieran celebrando la victoria. Samuel tomó la foto. Luego Eleanor exigió otra, y otra, hasta que el pobre teléfono casi se declaró en huelga.
—Ahora una de los tres —dijo Samuel, activando el modo selfi y uniéndose a ellos con una sonrisa.
—¡Cara graciosa! —gritó Eleanor.
Y posaron de nuevo, esta vez con muecas exageradas. Jonathan sacó la lengua, Eleanor se infló las mejillas, y Samuel abrió los ojos de par en par y estiró los labios hacia afuera, como si imitara a un pato. Luego guardó el teléfono.