El auto avanzaba por la carretera bajo un cielo gris de otoño. Jonathan iba en el asiento del copiloto con una misión muy seria: contar los autos rojos. Bueno, técnicamente estaba jugando con Eleanor, pero lo suyo era pura estrategia. Divisaba los coches desde el otro lado de la carretera con varios segundos de antelación, pero fingía no ver algunos para que ella pudiera encontrarlos primero. Un pequeño acto de nobleza. El tipo de detalle que, si uno lo pensaba bien, merecía una medalla. O al menos una galleta.
—¡Diez! ¡Pasó el auto número diez! —gritó Eleanor, emocionada, sacudiendo los pies en el asiento trasero.
Jonathan aplaudió y giró el torso para chocar los cinco con ella, sintiendo cómo el cinturón de seguridad tironeaba un poco de su camiseta.
—Muy bien, Ellie. Ahora vamos a subir la dificultad. Nueva meta: llegar a los veinte. ¿Qué dices?
—¡Sí! —exclamó con la energía de quien cree que está en medio de una competencia oficial de nivel olímpico.
Samuel, al volante, sonrió sin apartar la vista de la carretera. Sus dedos descansaban con soltura sobre el volante, pero se notaba que no dejaba de estar alerta. Siempre atento, siempre cuidando. Incluso cuando parecía relajado, había algo protector en su postura. Jonathan lo notaba todo.
—¿Por qué no cuentan los autos blancos o grises? Hay muchos más.
—Porque eso sería muy fácil —respondieron Jonathan y Eleanor al unísono.
—¡Ja! Sincronía nivel telepatía —dijo Jonathan con un guiño exagerado.
Luego volvió a girarse y le dijo a Eleanor, con solemnidad:
—Tú sí entiendes la vibra.
Samuel soltó una risa suave y, durante un segundo, Jonathan sintió un enjambre de mariposas revoloteando en su estómago. No era nuevo. Le pasaba desde hacía meses. Pero cada vez era más frecuente. Más profundo. Había algo en la forma en que Samuel sonreía, en la línea suave de su mandíbula cuando se concentraba en el camino. Algo encantadoramente cotidiano que le resultaba... irresistible.
—¿Qué pasa? —preguntó Samuel, sin apartar la vista de la carretera, pero notando la mirada fija de Jonathan.
—Nada —dijo Jonathan con una sonrisa pícara—. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque parecía que querías decirme algo. Me estabas mirando.
—Solo pensaba en lo lindo que estás.
Samuel le lanzó una mirada fulminante que duró menos que un parpadeo, porque claro, iba conduciendo. Jonathan habría jurado que hasta el retrovisor se ofendía en su nombre. Pero antes de que pudiera reírse, una risita pícara brotó desde el asiento trasero.
—Jonathan, ¿te gusta mi papá? —preguntó Eleanor, con esa sinceridad brutal de los niños, esa que arranca confesiones y pone a sudar a los adultos.
—Pues... sí, de hecho, sí —admitió Jonathan, sin un gramo de vergüenza. Porque si algo había aprendido en la vida, era que esconder lo evidente solo generaba caos.
—¡Once! —gritó Eleanor al ver pasar otro auto rojo, y luego, como si fueran temas complementarios, añadió—: ¿Quieres que te ponga en la lista de novios para mi papá? Serías el primero.
Samuel masculló un apenas audible:
—Te voy a matar.
Jonathan lo ignoró, como siempre hacía con las amenazas teatrales. Eran parte del juego. Parte del encanto.
—Sería un honor ser el primero, Ellie. Aunque... me gustaría saber cómo hago para que nadie más entre en esa lista.
Eleanor lo pensó seriamente, frunciendo el ceño como si estuviera resolviendo un asunto de estado.
—Bueno... Yo manejo la lista, así que debes mantenerme contenta a mí y yo estaré contenta si mi papá es feliz. Muy feliz.
Jonathan le guiñó un ojo con solemnidad.
—Puedo con eso.
—Mi papá no puede llorar, eh. Si llora: ¡zas!
Jonathan soltó una carcajada. Imaginó el "¡zas!" como una sentencia definitiva, una especie de botón rojo de emergencia emocional.
—Siento que estoy pidiendo permiso para cortejar. ¡Doce!
—¿Qué es cortejar? —preguntó Eleanor, con el ceño fruncido y los pies aún balanceándose.
—Es cuando le llevas flores o detalles a la persona que te gusta, para enamorarla —explicó Jonathan con una voz dulzona.
—¡Qué lindo!
Samuel intervino con tono casual:
—Antes, los padres de la persona tenían que aceptar los cortejos.
—¿Y cómo lo aceptaban? —preguntó Eleanor, curiosa.
—El interesado iba a casa de la familia y hablaba con los padres. Si les parecía una buena persona, entonces podía empezar el cortejo para después casarse.
Eleanor asintió, comprendiendo la gravedad del asunto.
—¿Entonces Jonathan… vas a ir con mis abuelos a preguntarles si puedes casarte con mi papá?
Jonathan soltó una risa.
—Lo haría si eso fuera importante para tu papá.
—Jonathan no hablará con nadie y no estará en ninguna lista —dijo Samuel, claramente en modo daño-control, y el ceño ligeramente fruncido pero sin dureza.