Un novio para mi papá

~12~

Old Trafford vibraba con cada pase, con cada grito y con cada intento de gol. Era como si el estadio entero hubiese sido conectado a un enchufe invisible que lo mantenía en un estado de euforia permanente. Samuel observaba todo eso mientras saboreaba con lentitud el último mordisco de su hot dog, que, a su parecer, era el verdadero protagonista del espectáculo.

A su izquierda, Eleanor tenía la intensidad de una fanática de toda la vida, con la gorra bien calzada y la bufanda perfectamente anudada. Samuel se preguntaba en qué momento su hija había aprendido los cánticos del Manchester United, porque los coreaba con tal fervor que parecía haber nacido en las gradas del estadio.

—¡Vamos, vamos, vamos! —exclamó ella, levantando los brazos con tanta energía que casi le pega un codazo a Jonathan.

Él, por su parte, no se quedaba atrás. Tenía esa sonrisa de niño en Navidad y la bufanda ondeando con cada grito de emoción. Samuel lo miró de reojo, preguntándose cómo alguien podía moverse tanto sin derramar ni una gota de su bebida. A él le temblaba el vaso solo de sentarse.

—¡Esa fue buena! —gritó Jonathan cuando un jugador esquivó a dos defensas y remató cerca del arco—. ¡Casi!

—Jonathan —preguntó Eleanor con la seriedad de quien acaba de descubrir un nuevo planeta—, ¿ese jugador siempre juega con el número diez?

—Sí, suele ser su número. ¿Te gusta cómo juega?

—Sí. Es muy rápido. Como yo en natación.

Samuel sonrió a medias por la comparación modesta. Jonathan le dio una palmadita cariñosa en la espalda a Eleanor.

—Entonces vas por buen camino, campeona.

Mientras tanto, Samuel se concentraba en una caja de papas fritas que acababa de llegar a sus manos gracias a un vendedor ambulante cuya velocidad rivalizaba con la del número diez. Ya ni recordaba si el Manchester iba ganando. Su atención estaba claramente dividida entre la crocancia de las papas y la cantidad óptima de kétchup por bocado.

—¿Tú solo viniste a comer? —le preguntó Jonathan con una ceja alzada, interrumpiendo su contemplación gastronómica.

Samuel masticó con expresión inocente y se encogió de hombros como quien acaba de ser sorprendido robando galletas.

—Estoy cumpliendo mi parte. Vine. Estoy aquí. Les hago apoyo moral. ¿Qué más quieren?

—Papá, Jonathan salta y grita. Tú solo estás comiendo como si estuviéramos en un picnic —le espetó Eleanor con tono burlón.

—Alguien tiene que equilibrar la energía del grupo —respondió Samuel, solemne—. Si los tres nos exaltamos, esto sería un caos.

Y caos era justamente lo que estaba a punto de ocurrir cuando el lateral izquierdo del Manchester comenzó a correr con el balón a una velocidad absurda. Eleanor se incorporó en su asiento como si pudiera ayudarlo solo con su concentración.

—¡Va rápido! ¿Y si mete un gol? ¿Eso cuenta como medio punto o un punto entero?

Jonathan, acostumbrado ya al tipo de preguntas filosóficas de Eleanor, le respondió entre risas:

—Un punto entero. Aquí no damos medios puntos. Es todo o nada.

—¡Eso me gusta! —dijo ella con entusiasmo—. ¿Y si se cae, lo ayudan o lo regañan?

—Depende. Si se cae solo, lo ayudan. Si finge, lo regañan. Y si hace trampa, todo el estadio lo odia por tres minutos exactos.

Samuel pensó que en la vida debería haber reglas así de claras.

—Jonathan, ¿tú querías ser futbolista cuando eras niño?

Jonathan pareció pensarlo un momento. Samuel aprovechó para ponerle más kétchup a sus papas, convencido de que una papa sin salsa era una tragedia innecesaria.

—Sí —respondió finalmente—. Un rato. Pero me gusta más ser veterinario.

—¿Y cómo elegiste?

—Me di cuenta de que me gustaban mucho los animales y quería ayudarlos.

Y justo cuando Samuel pensó que era un lindo e inocente intercambio, Eleanor lanzó su bomba nuclear de ternura:

—¿Y quieres ser papá? Porque si te conviertes en el novio de mi papá, vas a tener que ser mi otro papá.

Samuel se atragantó con una papa. Literalmente. Tosió, golpeó su pecho, y miró a su hija como si le hubiese preguntado si quería mudarse a Marte.

—¡Eleanor!

—¿Qué? —Ella lo miró con cara de “¿qué dije de malo?”.

Jonathan, mientras tanto, contenía la risa como un profesional.

—Claro, algún día me gustaría ser papá —respondió Jonathan, tranquilo.

—Pero no cualquier papá, el mío.

Samuel se tapó los ojos con una mano.

—Me voy a mudar al Polo Norte —murmuró.

Eleanor, como si nada, se inclinó y le robó una papa.

—Papá, te estás comiendo todas las papas. ¡Mira el partido!

—Estoy dándole una oportunidad al sector gastronómico —contestó con aire digno.

Y justo entonces, el estadio rugió como si alguien hubiese encendido un motor gigante. Un gol. Samuel no vio el momento exacto, pero lo intuyó por los saltos de Jonathan, los gritos de Eleanor y la cerveza que un señor detrás de él casi le tiró encima.




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