Un novio para mi papá

~17~

Samuel apenas tuvo tiempo de cerrar la puerta cuando Eleanor ya estaba deslizándose por el pasillo como si participara en una carrera olímpica de velocidad. Con una precisión digna de una bailarina profesional o una criatura salvaje bien entrenada, se quitó los zapatos sin detener la marcha y los dejó perfectamente alineados junto al perchero. Luego, como si hubiese cruzado un desierto sin agua ni sombra, se lanzó al sofá con un suspiro dramático, de esos que sólo los niños pueden emitir sin ironía.

—Estoy agotada —dijo, extendida como un saco de papas con moño rosa.

Samuel, aún quitándose el abrigo, sonrió con resignación. Sabía lo que venía. Lo había intuido desde el momento en que Eleanor cerró la puerta del auto con más fuerza de la habitual. Y entonces llegó la gran revelación.

—Un siete, papá. Me saqué un siete —declaró, mirando al techo como si esperara una lluvia de reproches.

Samuel se apoyó en el marco de la puerta con los brazos cruzados, conteniendo la risa.

—Ellie, un siete es muy bueno. Ya te lo dije en el auto. Lo celebramos el domingo con un paseo, ¿lo olvidaste?

Eleanor frunció el ceño y se llevó una mano a la frente, en un gesto digno de una actriz.

—Te he fallado —murmuró, como si hubiese traicionado a su patria y al universo entero.

Samuel se dejó caer junto a ella en el sofá, con una ceja arqueada. Aquella conversación se había vuelto extrañamente intensa para ser un jueves por la tarde.

—¿De dónde has sacado que me puedes fallar por una calificación? —preguntó con suavidad.

Eleanor lo miró con expresión melancólica, como si acabara de salir de un drama victoriano.

—No sé… a veces pienso que podrías devolverme.

El corazón de Samuel dio un pequeño brinco. Aquello era nuevo. Y dolía un poco más de lo que estaba dispuesto a admitir. Se enderezó con seriedad y le hizo una seña para que se sentara bien.

—Eso no va a pasar —dijo con firmeza—. Nunca jamás de los jamases. ¿Sabes por qué?

Eleanor negó con la cabeza, con los ojos abiertos de par en par.

—Porque deseé con todo mi corazón que fueras mi hija desde el primer momento en que te vi. No tienes que ganarte tu lugar, Ellie. Ya lo tienes, para siempre.

Eleanor soltó una risita nerviosa y se lanzó a abrazarlo con fuerza. Samuel le acarició la espalda con ternura, como si pudiera protegerla de todos los miedos del mundo.

—Las calificaciones no definen quién eres. Es solo historia. Y tú no adoras la historia, así que estás muy bien. A mí tampoco me iba excelente en cada materia, ¿sabes?

Eleanor se apartó un poco y lo miró con una expresión de sorpresa genuina.

—¿En serio?

—Totalmente en serio —confirmó Samuel, asintiendo con gravedad exagerada.

Ella entornó los ojos, pensativa.

—Pero tú eres perfecto.

Samuel soltó una carcajada, enternecido.

—Gracias por pensar eso, pero créeme, no lo soy. Nadie lo es. Y eso está bien. Así que no te agobies, vamos a celebrar que has aprobado. Aunque no te guste la historia, ¡has hecho un gran trabajo!

Eleanor sonrió por fin, con esa mezcla de alivio y satisfacción que tienen los niños cuando descubren que no se va a desatar el apocalipsis. Lo abrazó de nuevo y luego, como si un resorte se activara en su cerebro, se apartó con una mirada brillante.

—¿Cuándo vemos a Jonathan?

Samuel parpadeó, confundido por el repentino cambio de tema.

—¿A Jonathan? —repitió, como si dudara haber oído bien.

—Sí, a Jonathan. Dijo que me iba a enseñar a jugar baloncesto como él.

Samuel alzó una ceja.

—No lo sé… probablemente esté trabajando o a punto de irse a casa para descansar. Es jueves, Ellie. Los adultos cansados suelen reservar su energía para arrastrarse hasta la cama y soñar con el fin de semana.

Eleanor, lejos de conformarse con la excusa lógica y adulta, se incorporó de un salto.

—Vamos a llamarlo. Lo invitamos a cenar y le cocinamos algo delicioso porque el pobrecito debe estar agotado —declaró.

Samuel parpadeó. Su hija tenía la misma energía empática que su abuela cuando creía que todos necesitaban comer hasta quedar redondos. Era como si estuviera poseída por el espíritu de una nonna napolitana: preocupación genuina y voluntad de alimentar a todo el vecindario.

—Además, debo contarle que aprobé mi examen de historia —añadió con orgullo tímido.

Samuel contuvo una sonrisa.

—Bueno… no sé, déjame escribirle. No podemos pretender que esté disponible para nosotros todo el tiempo.

Eleanor asintió… pero lo miró de reojo con una expresión que claramente decía: “Ajá, pero todavía no te veo escribiendo”. Así que Samuel suspiró, sacó el teléfono y escribió:

Samuel: Hola, Jon. ¿Sigues en el trabajo?

—Listo, mensaje enviado.




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