Cuando Jonathan abrió la puerta, lo último que esperaba era encontrarse con una escena digna de una mudanza: Samuel y Eleanor estaban enmarcados por un aluvión de bolsas que les colgaban de los brazos. Parecían haber planeado quedarse allí por una semana entera, o tal vez comenzar una nueva vida en su sala.
—¡Hola, Jonathan! —saludó Eleanor, con una enorme sonrisa.
Samuel, que cargaba como si estuviera abasteciendo un refugio antinuclear, le dedicó una sonrisa a medio camino entre la disculpa y la complicidad.
Jonathan, por educación y por reflejo, los hizo pasar y se apresuró a tomar algunas bolsas para aligerar la carga, sintiéndose feliz ante esa pequeña invasión.
Porque empezaba a cansarse de ser solo él. Bueno, él… y Aida.
La casa se llenó enseguida de pasos, voces y ruido de bolsas al ser depositadas en la sala. Fue entonces cuando Eleanor, sin previo aviso, se le colgó de la cintura en un abrazo tan efusivo que casi lo hace retroceder.
—¡Me saqué un siete en historia! —anunció con la solemnidad de quien ha ganado una medalla olímpica—. Papá dice que es muy bueno, aunque no estoy tan convencida.
Jonathan parpadeó un momento. Luego, sonrió como si ella acabara de anunciar que le habían ofrecido un lugar en Oxford.
—¿Un siete? ¡Eso está excelente, Ellie! Es una gran calificación.
Eleanor asintió, orgullosa por fin de su hazaña, y luego le tomó la mano con una expresión repentinamente seria, como si estuviera a punto de hacerle una confesión importante.
—¿Dónde está Aida?
Samuel soltó una carcajada mientras se quitaba el abrigo con un suspiro de resignación.
—Dale unos segundos, Ellie. Primero hay que quitarse el abrigo. —dijo, alzando las cejas hacia Eleanor, que ya batallaba con las mangas de su chaqueta como si fuera una prenda maliciosa.
Una vez despojados de los abrigos, que quedaron colgados de forma poco estética en el perchero, todos se dirigieron a la cocina. Jonathan depositó las bolsas sobre la encimera mientras Eleanor revolvía el aire con su entusiasmo.
—¡Quería comprarle algo a Aida! Pero papá dijo que no podíamos porque no tenemos idea de lo que come, así que no trajimos nada —dijo, apenada como si se hubiese olvidado el regalo de cumpleaños de una tía.
Jonathan se agachó un poco para ponerse a su altura y le guiñó un ojo.
—No te preocupes. Tengo semillas de sobra para que la alimentes. Tú ve al sofá y yo la traigo en unos minutos.
Eleanor corrió emocionada hacia la sala, y Jonathan se dirigió en búsqueda de la consentida de la casa.
Diez minutos más tarde, regresó con Aida delicadamente posada sobre su mano. Tenía que ser honesto, su palomhija, con el pecho inflado y el pico ligeramente alzado, parecía haber desarrollado en los últimos días un aire de diva inexplicable. Jonathan empezaba a sospechar que su convivencia con humanos la estaba volviendo soberbia.
Eleanor contuvo el aliento al verla, como si acabaran de presentar en sociedad a una princesa real. Samuel, que se había quedado en el umbral que conectaba la sala con la cocina, sonrió al ver la reacción de su hija.
—Ellie, Sam… —dijo Jonathan con cierta teatralidad—, ella es Aida. Puede parecer un poco tímida… o directamente arrogante, pero en el fondo es una buena chica.
Samuel soltó una carcajada.
—Hablas como todo un papá —dijo, divertido.
Jonathan, adoptando una pose de falsa altivez, levantó el mentón.
—Porque eso soy.
Ambos se rieron y Eleanor, aún en silencio, observaba a Aida con una mezcla de fascinación y un poco de nerviosismo.
Jonathan buscó una bolsita en su bolsillo con el alimento para aves y se la tendió.
—Aquí tienes. Vamos a hacer esto bien. Extiende la palma de la mano, así. Yo pondré las semillas y luego dejaré que Aida se acerque a ti. No te va a picar, te lo prometo. Tiene modales, aunque últimamente se le han subido los humos.
Eleanor obedeció, no sin antes echarse ligeramente hacia atrás cuando Jonathan le depositó a Aida en el regazo, que ladeó la cabeza como si la evaluara.
—Tranquila, Ellie —dijo Jonathan en voz baja—. Solo tienes que quedarte quieta. Ella ya te está estudiando. Y por la mirada que te echa… me parece que le caes bien.
Eleanor miró a Aida, luego a Samuel, y por último a Jonathan. Respiró hondo y se quedó inmóvil. Unos segundos después, Aida dio un saltito elegante, acercó su pequeño pico a la mano de Eleanor y empezó a comer.
Con cada grano que desaparecía, emitía un ruidito apenas audible, una especie de “gru gru” complacido.
—¡Mira, papá! —dijo Eleanor, riendo—. ¡Creo que le caigo bien!
Samuel la observó con ternura.
—Eso es porque eres igual de glotona, se van a llevar bien.
—¡No es cierto!
—Es un poco cierto. Te he visto comer —añadió Jonathan, conteniendo la risa—. Pero Aida no juzga. Y yo tampoco, porque también me gusta comer.