Un nuevo amanecer

Epilogo

Epilogo

La melancolía, esa niebla espesa y familiar, no llegó con la noche. Me alcanzó después, en la cruel claridad del amanecer que se filtraba entre las persianas del hospital. Un amanecer que sentí como una burla. ¿Los gritos agudos que perforaban mis oídos eran de médicos corriendo por el pasillo, o eran los ecos distorsionados de un Dios al que desafié y fallé? Quería morir. Con una intensidad que me quemaba las entrañas. Pero también, en un rincón profundo y traicionero que detesto, algo en mí se aferraba a la vida con uñas desesperadas. Quería vivir. Esa contradicción era la más violenta que había sentido nunca, un nudo de cuchillas atorado en mi garganta.

¿Pero realmente tengo algo que me ancle al mundo? La pregunta resonaba en el silencio de mi cráneo, un eco de la voz nihilista que me guió hasta el abismo. Mi mente, clara en su desolación, gritaba un "¡NO!" rotundo, tallado en hielo. No a la luz, no al dolor recurrente, no a la farsa de levantarme, vestirme, sonreír, existir. No a las preguntas incómodas, a las miradas de lástima o reproche que sé que vendrán. No a enfrentar las consecuencias de mi cobardía… o de mi valentía fallida. Un "NO" definitivo, la única certeza que me quedaba en este vacío.

Pero el corazón… Ah, el corazón era una herida abierta que lloraba un "SÍ" ahogado en una tristeza infinita. Un sí instintivo, animal, primitivo, que se rebelaba contra el vacío que yo misma busqué. Un sí que era un gemido sordo por la belleza que quizá alguna vez existió, por abrazos que ya no sentiré (¿los sentí alguna vez con plenitud?), por el sol calentando mi piel en una mañana olvidada, por el milagro obsceno de seguir respirando cuando todo mi ser había votado por el silencio. Una traición. Una debilidad insoportable que me llena de rabia contra mí misma. ¿Por qué este estúpido músculo palpitante en mi pecho insiste? ¿Por qué no se apaga con dignidad, como había planeado?

La batalla entre el "NO" cerebral, frío y lógico, y el "SÍ" visceral, cálido y caótico, me desgarra. No me eleva; me deja flotando. Atrapada en una dimensión intermedia más cruel que cualquier infierno definido. No estoy viva con plenitud, pero tampoco muerta. Soy un espectro en mi propio cuerpo, un alma perdida antes de tiempo, suspendida sobre el abismo que busqué y el abismo que ahora, involuntariamente, habito. Un purgatorio personal hecho de sudor de hospital, olor a desinfectante y el zumbido bajo de las máquinas.

Despertar es un ascenso lento y doloroso desde las profundidades de una nada viscosa. No es un sobresalto, sino ahogarme hacia la superficie de la conciencia. Lo primero que llega es el sonido: no el grito de mi mente ni el llanto de mi corazón, sino el susurro áspero, casi obsceno, de las sábanas de hospital contra mi piel desnuda bajo la bata. Un recordatorio material, vulgar, de que estoy aquí. Encarnada. Atada. No en el silencio absoluto que anhelé, sino en el estruendoso, desordenado y exigente mundo de los que siguen respirando.

Luego, un lloriqueo. Suave, persistente, como el maullido de un gatito perdido. Viene de lejos… o quizá de dentro de mi propio cráneo. No puedo identificarlo y no me importa. Es solo un ruido más en la cacofonía de este regreso forzoso.

Después viene la molestia. Una presencia extraña, invasiva, en la curva de mi brazo izquierdo. Con un esfuerzo titánico, como mover montañas con el pensamiento, giro la cabeza unos milímetros. Una fina sonda de plástico transparente entra en mi vena, asegurada con esparadrapo blanco. Un cordón umbilical impuesto. Intravenosa. La palabra flota en mi mente, clínica, fría. Me están dando algo. ¿Agua? ¿Nutrientes? ¿Sedantes? ¿O es veneno lento, un castigo por haber fallado? No lo sé. No me importa.

La somnolencia me cubre con un manto pesado, prometiéndome olvido, un retorno a la nada. Pero algo me sostiene clavada en la superficie: frustración. Una frustración enorme, oceánica, sin un objeto claro. Como un nadador exhausto que ve la orilla pero no puede alcanzarla, solo para descubrir que la orilla es un espejismo y el océano no tiene fin. Y con la frustración, llega la pregunta:

¿Y ahora qué?

¿Volver a levantarme? ¿Para qué? ¿Para una vida que ya había juzgado insoportable, vacía, sin méritos? ¿Para enfrentar a mi madre, cuyos ojos imagino llenos de un dolor que será reproche mudo? ¿Para soportar a mis amigos, con sus sonrisas incómodas y sus preguntas evitadas? ¿Para volver a un trabajo que me aniquila día a día? ¿Para la expectativa constante de ser “feliz”, de “superarlo”, de “encontrarle sentido”? La sola idea me agota y me llena de un pánico frío que me contrae el estómago. No quiero ver a nadie. Los imagino, no con lástima, sino maldiciéndome en silencio. “Egoísta”. “Débil”. “Cobarde”. “Dramática”. Las palabras me silban en los oídos, proyectadas por mi propia mente enemiga: “¿Por qué no lo terminaste?” “¿Qué espectáculo es este?” “Ahora todos tenemos que cargar con tu culpa, con tu fracaso.”

No sé cuánto tiempo pasa hasta que mi mente exhausta cede y me hundo en un sueño que no es descanso, sino un torbellino de imágenes fracturadas: sombras arrastrándose en campos grises, el rostro descompuesto de mi madre al encontrarme, la pastilla resbalando en mi mano sudorosa, la sensación de vértigo antes del vacío… y siempre, siempre, la pregunta: ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué quería? ¿Por qué nunca puedo hacer nada bien?

He fallado en vivir. He fallado en morir. ¿En qué no fallo? Mi vida ha sido una red de excusas: “Tal vez mañana”. “No soy lo suficientemente buena”. “No tengo tiempo”. “No merezco”. La única decisión proactiva y valiente que he tomado en años… también la ejecuté mal.

Floto en un estado imposible de definir. No es vida plena; la vitalidad es un recuerdo descolorido. Tampoco es muerte; la conciencia, por tortuosa que sea, persiste. Es un entre. Un espacio sin coordenadas, sin gravedad. Como dentro de una burbuja de jabón, viendo el mundo distorsionado al otro lado, sabiendo que un movimiento la rompería… pero sin saber si quiero romperla o quedarme aquí.




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