Un nuevo amanecer

Capitulo 3 Un inmenso mar con un final

Capítulo 3: El Océano de la Confianza Con un gran peso en el pecho —una losa de melancolía y dudas— continué mi ascenso por la escalera de piedra. Cada peldaño parecía más frío que el anterior, como si el calor del jardín de flores lunares se hubiera quedado atrás, convertido en un eco lejano. La luz tenue del primer piso se desvaneció gradualmente, reemplazada por una penumbra azulada que olía a sal y a distancia.

Al llegar al siguiente descanso, el aire cambió por completo. Una brisa salina me golpeó el rostro, cargada de la fuerza de un mar embravecido. Ante mí se extendía un océano infinito, de un azul tan profundo y vibrante que parecía hecho de lapislázuli líquido. El cielo era una bóveda celeste despejada, y el canto de las gaviotas resonaba en armonía con el rumor de las olas. Era un espectáculo de pureza y libertad.

Pero tan pronto como mis pies abandonaron el último escalón y tocaron el suelo del nuevo nivel, el paraíso se transformó.

El océano comenzó a congelarse ante mis ojos. Las olas quedaron suspendidas en crestas heladas, el sol perdió su calor y una luz gélida bañó el paisaje. El azul vibrante se tornó en un tono pálido y mortecino. Ya no estaba en una playa, sino en un puerto solitario, rodeada de aguas inmóviles y silenciosas. El frío caló hasta mis huesos, y me estremecí, sintiendo cómo el viento helado cortaba como cuchillas.

En el borde del muelle, clavado en la madera cubierta de escarcha, había un letrero antiguo, cuyas palabras parecían talladas por manos fantasmales:

“Este frío yermo debes cruzar sin dejar de confiar. Debes cruzar con ella, sin olvidarte de ella. Cree y no dejes que tu corazón se llene de soledad. Confía y no caerás en la oscuridad.”

Las palabras me resonaron dentro, pero su significado se me escapaba como el aliento convertido en vapor en el aire gélido.

Bajé con cuidado al hielo. Noté entonces que estaba descalza. La piel de mis pies ardía al contacto con el suelo helado, y cada paso era un dolor agudo, punzante, que me recordaba lo vulnerable que era. Mi ropa —ligera, como si aún estuviera en el jardín de la luna— no me protegía del viento que aullaba alrededor.

A diferencia del piso anterior, este mundo estaba vacío. Las gaviotas habían desaparecido; ahora solo el crujido del hielo bajo mis pies y el latido de mi propio corazón acompañaban el silencio.

Comencé a caminar sobre la superficie congelada, adentrándome en aquella llanura blanca e interminable. La soledad era abrumadora. Mis pensamientos se volvieron contra mí:

¿Alguien me espera realmente al final de todo esto? ¿Qué busco? ¿Qué espero encontrar? ¿Siquiera estoy viva? ¿O esto es solo un sueño prolongado, una agonía sin fin?

Me detuve por un momento, tentada a volver atrás. Pero cuando giré, descubrí con horror que la escalera había desaparecido. Solo había hielo y cielo en todas direcciones. Estaba atrapada.

En mi distracción, no noté el crujido siniestro bajo mis pies.

De repente, el hielo cedió.

El sonido fue como un relámpago en el silencio: un estallido seco y luego el agua helada, negra como la noche, me tragó por completo.

El frío fue tan intenso que me dejó sin aliento. Mi pecho se apretó, pesado como si llevara piedras en lugar de pulmones. Intenté gritar, pero solo tragaba agua salada que me quemaba la garganta. Cada bocanada era una agónica mezcla de asfixia y dolor, como si miles de cuchillas se clavaran en mi tráquea.

El pánico se apoderó de mí. No quería volver a la oscuridad de la que había escapado, a ese vacío primigenio sin forma ni esperanza. Pataleé con fuerza, cegada por el agua oscura, luchando contra una corriente invisible que me arrastraba hacia las profundidades.

Pero la desesperanza comenzó a ganar terreno. Mis fuerzas flaqueaban. Mis movimientos se volvieron más lentos. Mis pensamientos se nublaron.

¿Es esto mejor? ¿No querías morir? ¿Por qué luchar ahora?

Mis lágrimas se mezclaron con el agua salada. Ya no podía distinguirlas. Dejé de luchar. Mi cuerpo comenzó a hundirse, y una paz engañosa me envolvió. Era tentadora… la rendición.

Pero entonces, en lo más profundo de mi ser, algo se encendió.

No era un recuerdo. No era una voz. Era un instinto puro, un fuego interno que se negaba a apagarse.

—¡No!

No fue un grito sonoro, sino uno interior, un desafío mudo contra la oscuridad.

—Todavía no.

No sabía qué me esperaba arriba. No sabía si había alguien esperándome. Pero algo —o alguien— me impulsaba a seguir. A confiar.

Con una energía renovada que no sabía que still conservaba, luché contra la corriente. Nadé hacia arriba, hacia la tenue luz que se filtraba a través del hielo roto.

Cuando finalmente emergí, jadeando y temblando, me encontré de nuevo en el borde del hielo, justo en la base de la escalera que conducía al siguiente piso.

Con las últimas fuerzas que me quedaban, me arrastré fuera del agua helada y me desplomé sobre el suelo firme, tosiendo y estremecida de frío.

Miré hacia atrás, hacia el océano congelado. Ya no parecía un lugar de muerte, sino de prueba superada.

El letrero seguía allí, pero ahora sus palabras resonaban con un nuevo significado:

Confía. Confía en que hay algo más. Confía en que vales para vivirlo.

Y así, empapada y temblorosa, pero con un destello de esperanza recién encendido en el pecho, comencé a subir hacia el siguiente nivel.




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