Un Pasado Para Daril

La fiesta de la cosecha

            

     

 

 

 

     Pasaron dos semanas desde lo ocurrido. Las ventanas inferiores fueron convenientemente protegidas con barrotes y casi cada noche, Daril veía a Mr. Jacobs pasar por su calle ataviado con su traje de gala, a veces solo o a veces bien acompañado con una o dos jovencitas de vida alegre colgando de su brazo. Cuando se encontraban, él siempre la saludaba cortésmente con una reverencia exagerada mientras se sacaba el sombrero de copa. No hacía falta decirse nada, este con su presencia le hacía notar que mientras estuviese allí, no se le iba a escapar nada anormal que ocurriese en las proximidades.

Una mañana temprano, decidió ir a la parte trasera a revisar el extenso jardín, ya que las decenas de años de abandono habían hecho mella en él. Daril no entendía mucho de plantas, ( es más, en su reducido apartamento había tratado de cuidar algunas y todas habían terminado en la basura, secas y mustias). Pero por el momento, hasta que no contratara un jardinero, debía ser responsable de él y creyó que retirar los hierbajos en mal estado y regar algunas flores no le supondría demasiado esfuerzo.

Hacía un día magnifico, y como no esperaba visita y el alto muro no dejaba lugar a miradas indiscretas, decidió quedarse con solamente una blusa de manga corta y los calzones como pantalones cortos. Todavía no se acostumbraba al hecho de no poder ir con tejanos, su prenda preferida.

Mientras de rodillas arreglaba unos rosales, le pareció oír una vocecilla que cantaba y hablaba sola y le extrañó no oír el ladrido de los dos perros guardianes, que en seguida le avisaban si había alguien cerca. Se levantó y dando la vuelta a la casa, se asomó en la entrada con cuidado de que nadie la viera con aquel atuendo provocador, pero no vio a nadie. Regresó a sus tareas y entonces oyó una tosecilla muy cerca y se giró. Cerca de la fuente había una niña pequeña ataviada con un vestido muy recargado, lleno de lazos y puntillas que cantaba mientras iba recogiendo flores. No debería tener más de siete años y de la cabeza le salían unos bucles dorados. Era una canción aparentemente sin sentido, seguramente inventada por ella misma. Daril parpadeó confusa al darse cuenta que por unos segundos, el jardín parecía haber cambiado ligeramente. Al principio el cambio fue imperceptible, pero de pronto de la fuente emanó un gran chorro de agua, los dos bancos de piedra, los dos sauces, estaban en el mismo lugar aunque más lustrosos, con más vida. Las flores crecían por doquier aportando mucho más colorido. Todo parecía nuevo, más vivo, el muro no tenía musgo ni plantas correderas creciendo sin control y el suelo estaba cubierto de verde césped acabado de regar.

           

—¡Eh tú! ¿Me puedes decir cómo has entrado? —la increpó acercándose más a ella. Entonces, un grupo de mariposas monarcas cruzó volando por el aire y la niña se arregló coqueta uno de sus lazos que se había desatado, sin siquiera mirarla. Daril tuvo la inquietante sensación de que aquella personita no era real. La niña siguió saltando por ahí mientras iba hablando, seguramente imitando la voz de una persona mayor:

— ¡Rosalind! ¡Sal de ahí inmediatamente, te vas a ensuciar tu precioso vestido nuevo! ¡Sí mami! ¡Ahora voy! —y se rió divertida. De pronto algo pareció asustarla y, arrojando las flores que había cogido, se fue corriendo. Daril la siguió, a veces parecía desvanecerse en el aire entre las largas ramas de los sauces, pero luego, un poquito más adelante volvía a aparecer y Daril iba en su busca. De pronto la niña se quedó inmóvil, como a la expectativa, intentando escuchar algo y Daril la pudo mirar cara a cara. La niña parecía traspasarla con la mirada, como si en realidad no la viera, pero entonces sus ojos se cruzaron con los suyos y le dijo con su vocecita:

— Ya sabes lo que hay que hacer. —y le sonrió enigmáticamente. Luego continuó recogiendo florecitas y tarareando su canción, despreocupada.

Hacía rato que adivinó que aquella niña vivía en otro plano de la realidad. Ahora que podía fijarse bien, agachándose para estar a su altura, aquella chiquilla era igual que ella cuando tenía su misma edad. Daril fue rubia hasta que cumplió los seis o siete años y además tenía sus mismos ojos violetas, los ojos de su bisabuela Rosalind; la niña desaparecida.

Daril notó como dos manitas le cogían de las manos, bajó la vista y de inmediato sintió que se mareaba, todo a su alrededor comenzó a hacerse borroso y hasta le pareció oír el sonido del motor y los cláxones de los coches. Por unos segundos creyó estar de nuevo en su ciudad, alzó la vista y vio altos rascacielos, gente a su alrededor medio difusa, que andaba con prisas para sus trabajos y asustada se echó para atrás desasiéndose de aquellas manitas que la tenían aferrada. Entonces todo volvió a la normalidad. Daril, la cual se había mantenido agachada, giró la cabeza aturdida para mirar el jardín y de nuevo lo vio tal cual era, con pequeños trozos de césped medio mustio, la fuente seca y el muro repleto de musgo y plantas trepadoras. Volvía a estar sola, en su jardín.

Desayunaba en silencio sin poder sacarse de la cabeza aquella visita, los dos canarios se columpiaban tranquilos en su jaula, al margen del hecho asombroso que había tenido lugar minutos antes. Daril se había dicho a sí misma que jamás volvería a asombrarle nada de lo que pudiera pasarle a partir de ahora, puesto que el solo hecho de haber viajado a otra época ya era suficientemente extraño, pero no podía evitarlo. Llevaba casi un mes allí y se sorprendía a sí misma por la facilidad con que se había habituado a la época. No echaba en falta su anterior vida, como si ya perteneciera a ese siglo, por eso se había asustado tanto al verse de nuevo entre rascacielos, no quería arriesgarse y no poder regresar.




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