Un Pasado Para Daril

Diosas de El Olimpo

Llegaron las fiestas Navideñas, las celebraron en la mansión de Daril, en compañía de la familia de Christopher y las dos criadas, que se compenetraban de maravilla. También invitaron a los Harrilson, el padre hacía días que ya no vivía en el jardín, libre ya de su adicción, por las mañanas trabajaba cuatro horas en la fábrica y por la tarde venía a cuidar del jardín y luego se marchaba con su mujer e hijos a su casa, que es donde tenía que estar.

Los tres niños, el travieso Tommy, la apacible Nuka y su hermana Carla venían a menudo a jugar en el jardín, (a veces acompañados también por sus otros dos hermanos), a revolcarse bien abrigados en la nieve caída o a tirarse copos helados mientras gritaban y corrían alterados. Los perros les habían cogido mucho cariño aunque parezca raro decirlo y dejaban que Tommy los martirizara, atándoles cordeles en las colas o persiguiéndolos por entre los sauces. Como la habitación infantil de Rosalind ahora permanecía abierta, los hermanos pasaban horas allí, las niñas leyendo los cuentos o jugando con las muñecas y el niño montando el caballito de madera e imaginándose que era algún héroe, personaje de sus fantasías, blandiendo una espada hecha de madera y salvando a sus dos hermanas de un dragón imaginario.

Los objetos modernos que vio en su sueño nunca aparecieron y las fotografías las puso Daril en un álbum dentro de los baúles. Se pasaba mucho rato observándolas, imaginándose lo que en aquel momento estaría haciendo su bisabuela, lo que pasaría por su cabeza. Se dijo que en cuanto pasara el invierno y pudiera volver a visitar a sus tíos en Ottawa, les llevaría las fotografías, para que Steven pudiera así tener algún recuerdo de la hermana que nunca conoció.

La Sra. Hudson parecía bastante alterada a causa de aquello, no solamente por el parecido de Daril con aquella niña que en su momento creyó muerta, sino por el hecho de que estuvieran allí aquellas fotografías de una Rosalind de joven. ¿Quién las habría puesto allí? En los años que estuvo cuidando a su Señora Elisabeth, nunca volvieron a entrar en aquella habitación por hallarse cerrada con llave, pero pasaron muchos años y no volvieron a ver al dueño de la casa. La Señora, que pareció reponerse de su tristeza con el nacimiento de su hijo, cuando éste se marchó a Canadá, volvió a recaer y a veces incluso le había contado que le había parecido ver la figura de su esposo en la casa.

Siempre creyó que su ama desvariaba, muchas veces la oía gritar sentada en su cama, pálida de terror, diciendo que lo había visto merodear por el pasillo y que oía algunos ruidos en su despacho. Eso no era posible, ya que cuando Elisabeth le explicaba eso, era ya muy mayor, en cambio le decía que su marido venía a visitarla y que se mostraba tan joven como el día en que se conocieron.

Y ahora salían aquellas fotografías de su hija. Las tenía que haber traído él, desde donde se hubiera marchado, había venido a la casa de algún modo, sin que ella se enterase, por las noches, para dejar aquellos recuerdos, pero ¿para qué? Si no tenía pensado volver ¿por qué martirizaba de ese modo a su pobre esposa?

El día de año nuevo, se presentó la Sra. Harrilson con sus dos hijas mayores, que habían venido por esos días a visitarles y al ver la nueva casa, el pequeño huertecito y a su madre, padre y hermanos en tan buenas condiciones, quisieron conocer a su “Hada salvadora”, la que había hecho posible todo aquello. Pasaron la tarde tomando té y los pasteles que habían sobrado de nochevieja, las dos hijas se ganaban bien la vida y se quedaron enormemente aliviadas al saber que todos estaban bien, que había alguien que velaba por ellos.

Daril, a pesar de su aparente tranquilidad, en su interior estaba nerviosa, deseaba que todo volviese a la normalidad para pensar a solas en su plan para hacerse con aquel reloj. En numerosas ocasiones había salido a pasear, disfrutando de algún día de sol pese a la nieve que había caído, por si se encontraba con Mr. Jacobs, pero éste extrañamente había desaparecido. Ya no lo veía por la calle y lo echaba de menos, le preocupaba que sus numerosos excesos hubiesen mermado su salud y al final, aunque en su momento juró que no lo haría, una noche, diciéndoles a sus criadas donde iba y que volvería tarde, sin decirle nada a Christopher, se aventuró a ir a su casa. Se aseguró que nadie del vecindario pudiera verla, era una fría noche de principios de Enero, serían las diez de la noche y no había nadie por los alrededores, ando un poco nerviosa calle abajo y mientras se paraba en la entrada, no vio como una figura escondida en la penumbra, la observaba llena de interés.

 

Le abrió un alto y serio mayordomo, le comunicó que venía a visitar a Mr. Jacobs y éste, sin inmutarse, seguramente acostumbrado a las visitas de su señor, le dijo que le entregara su abrigo y que ya podía pasar.

El mayordomo ni siquiera la acompañó, desapareció como por arte de magia y recorrió ella sola angostos pasillos, guiada por unos susurros de voces y risas que venían de algún rincón. La casa no era tan grande como la de ella, solamente tenía una planta, pero muy amplia, llena de cortinajes de color granate y candelabros de metal ricamente forjados que daban luz a las estancias. El suelo era de mármol, con algunas alfombras gruesas y la decoración la componían numerosas estatuas de piedra y mármol, la mayoría representaban figuras de hombres y mujeres semidesnudos, ataviados con túnicas o telas y flores en la cabeza. También había enormes plantas parecidas a palmeras o ficus, creciendo en macetas, todo estaba allí un poco desordenado. Oyó una música muy leve, como el sonido de un arpa.

Y al final lo vio. Estaba recostado en un diván de color rojo oscuro, como el granate de las cortinas, mientras dos chicas muy jóvenes estaban junto a él, dándole visiblemente divertidas, racimos de uva, como si se tratara de algún emperador de la antigua roma. Otra de ellas tocaba un arpa lentamente, con los ojos semicerrados, como en trance. Éste al verla primero no supo reaccionar, entre las tres chicas lo habían emborrachado, por las diversas botellas medio vacías que había escampadas por ahí. Trató de levantarse, pero sus amigas volvían a empujarlo entre risas para que siguiera allí. Daril parecía fuera de lugar y tartamudeó, de pie frente a él:




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