Rolán se inclinó sobre la cerca, evaluando con ojo crítico el porte de los caballos recién llegados. El olor a heno fresco y cuero impregnaba el aire de la caballeriza, mezclado con el resoplido nervioso de los animales que aún no terminaban de acostumbrarse al nuevo lugar. Había invertido demasiado en ese lote, y cada músculo de su espalda cargaba la responsabilidad de que todo saliera bien.
Unos pasos apresurados interrumpieron su concentración. Alzó la mirada y vio a Pablo, su capataz, entrar casi a la carrera, con la camisa sudada pegada al torso y una expresión que raras veces le había visto.
—Don Rolán… —jadeó, apoyándose en el marco de la puerta para recuperar el aliento—. Lo buscan… lo llaman al teléfono la casona. Dicen que es urgente.
Rolán frunció el ceño.
—¿A estas horas? ¿Quién llama al teléfono de la casa? —murmuró, extrañado.
—Eso mismo pensé, patrón. Pero la señora Marta me dijo que es urgente. Que debe contestar ya.
Sin perder más tiempo, Rolán le dio una última mirada a los caballos y salió con pasos largos rumbo a la casa principal. El polvo del corral se levantaba a su paso, como si la tierra también presintiera la inquietud que empezaba a calar en su pecho.
Entró al recibidor, tomó el auricular del teléfono fijo con cierta desconfianza.
—¿Bueno? —contestó con voz firme.
Un silencio breve al otro lado, apenas roto por el murmullo de voces lejanas, le puso un nudo en la garganta. Después, una voz femenina habló con tono formal, casi contenido:
—¿El señor Rolán Vega? Usted figura como contacto de emergencia de la señora Marian Vega. Su hermana ha tenido un accidente… necesitamos que se presente cuanto antes en el hospital general de la capital.
El mundo se detuvo en seco. Rolán se quedó aferrado al auricular, incapaz de reaccionar durante unos segundos. La palabra «accidente» retumbaba en su cabeza como un martillazo.
—¿Qué… qué tan grave? —logró preguntar, con la voz quebrada.
La mujer dudó, como si midiera cada sílaba.
—Lo mejor es que venga de inmediato, señor Vega. Su presencia es indispensable.
La línea se cortó y Rolán quedó allí, inmóvil, con el teléfono aún pegado a la oreja. El rancho, los caballos, el trabajo… nada tenía importancia en ese instante. Su hermana lo necesitaba.
Rolán permaneció unos segundos inmóvil con el auricular en la mano, como si el mundo entero hubiera quedado suspendido en un silencio espeso. Apenas pudo apoyar el teléfono sobre la base cuando el peso de la noticia comenzó a hundírsele en el pecho.
Su hermana, Marian. El nombre lo atravesó como una punzada, trayéndole a la memoria un rostro que era el espejo del suyo y, al mismo tiempo, su más clara contradicción. Siempre le habían dicho que eran como dos gotas de agua: la misma sonrisa en la infancia, la misma manera de fruncir el ceño cuando algo les disgustaba. Sin embargo, no podían ser más distintos.
Él amaba el campo, el olor a tierra mojada, el murmullo del viento recorriendo los pastizales al amanecer. Marian, en cambio, se deleitaba con el bullicio de la ciudad, con el caos del tráfico, con la música a todo volumen que hacía temblar las paredes de su cuarto cuando aún vivían bajo el mismo techo.
Rolán había encontrado paz en la rutina: el trabajo duro, las madrugadas heladas en la siembra, el regreso al rancho con las manos agrietadas pero el corazón lleno. Marian, a su vez, buscaba vértigo. Le atraían las luces, las fiestas, las amistades que él nunca aprobó… y, sobre todo, ese hombre que, a ojos de Rolán, no le traería nada bueno.
Desde que sus padres murieron, cuando apenas eran unos muchachos, él había asumido el peso de la tierra y de todo lo que quedaba. Mientras ella se escapaba a bailar o soñaba con los rascacielos de la capital, él aprendía a negociar con proveedores y a levantar alambradas. Lo hizo sin reproches, convencido de que mantener viva la herencia de sus padres era la única manera de honrarlos.
Con el tiempo, su hermana dejó de llamarlo. Primero fueron semanas, luego meses. Hasta que el silencio entre ambos se volvió costumbre. Ahora… ahora el teléfono volvía a sonar, pero no con la voz alegre de su melliza, sino con la noticia que lo helaba por dentro.
Apretó los puños, con la mirada perdida en el ventanal que daba al corral. El rancho, sus caballos, todo lo que creía eterno y seguro parecía desdibujarse. Su vida siempre había estado atada a esa tierra, a ese silencio que lo acompañaba como un viejo amigo. Aunque en ese instante supo que debía marcharse, Marian lo necesitaba.
Un presentimiento le rozó la piel como una corriente helada: algo estaba a punto de cambiar para siempre.