Rolán inspiró hondo, obligándose a soltar el nudo que le apretaba la garganta. El rancho podía esperar, su hermana no.
Se dirigió a la puerta y encontró a Pablo aún en el corredor, con el sombrero en la mano y el gesto preocupado.
—Patrón… ¿todo bien? —preguntó el capataz con cautela.
—No, Pablo. Marian tuvo un accidente en la capital. Tengo que irme ya —contestó Rolán, con voz seca, firme, aunque por dentro la angustia lo consumía.
El capataz asintió sin hacer más preguntas. Rolán sabía que podía confiar en él, como lo había hecho durante tantos años, al final, siempre había estado junto a él desde la muerte de sus padres. Todo lo que aprendió sobre el manejo de la finca lo hizo bajo la guía y orientación de este hombre.
—Quedas a cargo del rancho. Revisa el lote de caballos, asegúrate de que se adapten bien. Quiero que mañana mismo se inicie la revisión con el veterinario y que nadie se acerque sin autorización. Vigila las cercas del potrero norte, la última lluvia las debilitó —ordenó con rapidez, enumerando lo indispensable.
—Descuide, patrón. Todo estará bajo control —afirmó Pablo con determinación.
Rolán se permitió un breve silencio, asintió y añadió:
—Avísale a Julián que prepare el helicóptero. Lo necesito listo en menos de media hora.
Los ojos de Pablo se abrieron apenas un instante; entendía la urgencia. El helicóptero solía usarse para viajes de negocios a la capital, para cerrar contratos o visitar a proveedores, nunca por motivos personales. Pero esta vez no había otra opción: el camino por carretera demoraba demasiado y cada minuto se le hacía insoportable.
—Enseguida, patrón —respondió Pablo, saliendo a toda prisa.
Rolán se quedó un momento solo en el recibidor, escuchando el latido acelerado de su propio corazón. Subió al despacho, tomó una carpeta con documentos de identificación y un maletín pequeño; no necesitaba más. Lo importante no era lo que llevaría, sino lo que lo esperaba al llegar.
Cuando salió al patio, el sonido inconfundible de las hélices empezaba a vibrar en el aire. El helicóptero descansaba en la explanada junto al galpón, y Julián, el piloto de confianza, ya estaba revisando los controles. El ruido metálico se mezclaba con el ladrido nervioso de los perros, como si hasta los animales presintieran que algo grave ocurría.
Rolán avanzó con paso firme, aunque por dentro la angustia lo estaba devorando. Subió al aparato, se ajustó el cinturón y, antes de colocarse los auriculares, lanzó una última mirada al rancho. El cielo azul se extendía sobre los potreros, los caballos relinchaban en la distancia y por un instante sintió que dejaba atrás no solo la tierra que lo sostenía, sino también la vida que siempre creyó inmutable.
El helicóptero se elevó con un rugido ensordecedor, alejándose del rancho que había sido su mundo. La capital lo esperaba con respuestas que temía escuchar, y con una verdad que estaba a punto de cambiarlo todo.
El médico lo miró con la seriedad de quien sabe que cualquier palabra puede derrumbar a un hombre.
—Señor Vega —dijo con calma—, debo ser honesto con usted. El estado de su hermana es incierto. Podría despertar en unas horas… o permanecer así durante meses. Nadie puede predecirlo con certeza.
Rolán apretó la mandíbula, obligándose a sostenerle la mirada. No era un hombre de pedir imposibles, había aprendido desde niño que la vida en el campo enseñaba a aceptar lo que venía, ya fuera lluvia o sequía. Pero no estaba preparado para esa respuesta.
—¿Qué necesita para estar lo mejor atendida posible? —preguntó con voz firme.
—Lo ideal sería trasladarla a un cuarto privado, donde se pueda controlar su entorno y evitar cualquier complicación externa. Su hermana requiere vigilancia permanente, cuidados constantes, y equipos que aquí mismo podemos instalar. —Rolán asintió sin dudar.
—Hágalo. Quiero que le acondicionen una habitación ahora mismo. No quiero que falte nada, ni equipo, ni medicamentos, ni personal. Lo que cueste, yo lo cubro.
El médico inclinó la cabeza, y con un gesto llamó a una enfermera para coordinarlo todo.
En menos de una hora, Marian fue trasladada con sumo cuidado a una habitación privada. Rolán entró tras ellas, observando cómo colocaban monitores, ajustaban la oxigenoterapia y verificaban cada detalle. El ambiente dejó de ser impersonal y frío: ahora era un espacio preparado solo para ella, silencioso, protegido.
Rolán salió al pasillo, sacó su teléfono y comenzó a hacer llamadas. Una a una, gestionó lo que necesitaba. Al poco tiempo, llegaron dos enfermeras de confianza, mujeres con experiencia en cuidados intensivos a domicilio, recomendadas por contactos que había hecho en años de negocios.
Se presentó ante ellas con la misma seriedad con que solía tratar a sus proveedores más importantes.
—Ustedes estarán a cargo del cuidado de mi hermana. Se turnarán día y noche, sin excepción. Quiero un informe de su estado cada doce horas, y si hay el más mínimo cambio, me llaman de inmediato, donde sea que esté. ¿Entendido?
Las enfermeras asintieron con respeto.
—Por supuesto, señor Vega.