Un pequeño acierto

2. Pequeña sorpresa

Rolán se quedó clavado en el sitio, como si las palabras del abogado hubieran sido un disparo directo al pecho. Un sobrino, Marian tenía un hijo… y él no lo sabía.

—¿Cómo es posible? —masculló, mirando al licenciado con el ceño fruncido—. ¿Cómo es que nadie me dijo nada?

El abogado, incómodo, ajustó el maletín bajo el brazo.

—Señor Vega, entiendo su desconcierto. No tengo todos los detalles. Solo sé que su hermana, hace un tiempo, me contrató para preparar un documento de tutela. En caso de que algo le sucediera, su voluntad era que usted se hiciera cargo del niño.

Rolán lo miraba incrédulo, como si esas palabras no tuvieran sentido alguno. Marian, con quien apenas había cruzado llamadas en años, había confiado en él para algo tan grande como la vida de su hijo.

—¿Con quién está el niño ahora? —preguntó con voz dura.

—Con una vecina, la señora Olga. Fue ella quien me contactó en cuanto se enteró del accidente. Si quiere saber más sobre su hermana, o sobre el pequeño, tal vez sea ella quien pueda darle respuestas.

El abogado le extendió una tarjeta con una dirección escrita a mano. Rolán la tomó sin mirar, sus dedos apretando el cartón como si fuera un hierro candente.

Su mente era un torbellino. Un sobrino de dieciocho meses. Un niño que no conocía, del que ni siquiera había oído hablar. ¿Cómo podía Marian guardarse algo así? ¿Cómo podía él, un hombre criado en la rudeza del campo, que apenas entendía de pañales o biberones, ser capaz de cuidar una vida tan frágil?

La desesperación lo invadía, mezclada con miedo y un sentimiento que no lograba descifrar. No quería perder a su hermana… y ahora debía aceptar que no estaba solo en ese dolor: un niño, la sangre de su sangre, lo esperaba.

El abogado carraspeó, rompiendo el silencio.

—Señor Vega, el tiempo apremia. Los servicios sociales no tardarán en intervenir si usted no toma una decisión. Hasta ahora no lo han hecho por no mover al niño a un ambiente desconocido. Si para mañana no ha tomado una decisión ellos se harán cargo.

Rolán asintió, sin pronunciar palabra. Guardó la tarjeta en el bolsillo de su chaqueta, sintiendo el peso de aquel trozo de papel como si fueran toneladas.

Salió del hospital con pasos duros, la mirada clavada en el suelo. El ruido de la ciudad lo golpeó como nunca antes: bocinas, voces, el trajín caótico que Marian siempre había amado y que a él le resultaba insoportable. Ahora estaba allí, con el corazón en un puño, dividido entre la cama de su hermana y la existencia de un niño al que debía proteger.

Su vida entera había cambiado en cuestión de horas. Aunque aún no lo aceptara, lo intuía: nada volvería a ser igual.

Rolán condujo en silencio, las manos firmes sobre el volante, aunque sus nudillos revelaban la tensión que lo carcomía por dentro. El motor rugía con suavidad bajo la lluvia ligera que comenzaba a humedecer el parabrisas, y el limpiaparabrisas iba y venía en un ritmo monótono que solo acentuaba el ruido de sus pensamientos.

La dirección que el abogado le había entregado descansaba en el asiento del copiloto como si la pulcritud del papel pudiera darle orden a lo que él sentía tan caótico. Olga… no recordaba haber escuchado antes su nombre, ni sabía con exactitud qué esperar al llegar. ¿Era una vecina? ¿Una amiga de su hermana? ¿Una mujer cualquiera que, sin deberlo ni temerlo, había cargado hasta ahora con el peso de cuidar a un niño que no era suyo?

Su sobrino. La palabra aún le resultaba ajena, pesada, como un abrigo que no le pertenecía y que de pronto debía ponerse.

Rolán respiró hondo, apretando la mandíbula. Tenía dieciocho meses, había dicho el abogado. Apenas un año y medio de vida. ¿Cómo se supone que él, un hombre acostumbrado a decidir solo por sí mismo, iba a hacerse responsable de una criatura que lo necesitaría a cada instante? Ni siquiera sabía cómo se cambiaba un pañal o cómo calmar un llanto. El recuerdo de su propia infancia golpeó su memoria. ¿Acaso podía él evitar que ese pequeño terminara en manos de desconocidos, bajo un sistema frío y distante?

El semáforo en rojo lo obligó a detenerse. Observó las luces reflejadas en el pavimento mojado, los transeúntes corriendo bajo paraguas, las familias que pasaban de la mano, ajenas a su tormenta interior. Un nudo se formó en su garganta. No estaba preparado. No lo estaría nunca. Pero, ¿acaso alguien lo está realmente?

El semáforo cambió, y el auto avanzó. El corazón de Rolán latía con fuerza, acompasado al golpeteo de la lluvia. Cada metro que lo acercaba a aquella dirección lo alejaba, al mismo tiempo, de la vida que conocía.

Lo único seguro era que, en cuanto tocara esa puerta, nada volvería a ser igual.

La lluvia había amainado cuando Rolán estacionó frente a la modesta casa de fachada clara y ventanas adornadas con cortinas de encaje. Permaneció unos segundos dentro del auto, respirando hondo, como si reunir valor fuera un requisito antes de cruzar el umbral de lo desconocido. Finalmente, descendió y caminó hasta la puerta con paso pesado.

Golpeó dos veces, y casi al instante la puerta se abrió. Una anciana de cabellos plateados y mirada viva lo observó con atención. Sus ojos se iluminaron con un reconocimiento inmediato.

—Usted es Rolán, ¿verdad? —preguntó con una sonrisa cálida. —Él asintió, sorprendido—. Soy Olga. Pase, muchacho, lo estaba esperando.




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