El niño se aferró con fuerza al pantalón de Rolán, como si lo conociera de toda la vida. El hombre no supo reaccionar: sus manos quedaron suspendidas en el aire, el cuerpo rígido, la mente hecha un torbellino. Solo pudo sentir la tibieza de esos deditos pequeños que lo retenían, como anclas diminutas que lo ataban a una realidad para la cual no estaba preparado.
—Ven acá, mi amor —intervino Olga con suavidad, alzando al pequeño en brazos con la destreza de quien lo había hecho incontables veces—. Perdónelo, don Rolán, es que Héctor tiene ese don… se pega a las personas que reconoce como suyas.
Rolán tragó saliva, incapaz de apartar la vista del niño. Tan parecido a Marian… y a él mismo.
La anciana, como adivinando su desconcierto, comenzó a hablar con calma, acariciando los rizos del pequeño que se acomodaba en su hombro.
—Yo lo cuidaba cada vez que Marian lo necesitaba… cuando tenía que trabajar, o cuando la vida le pedía salir corriendo a resolver cosas. Era como un hijo más para mí. Su hermana me confiaba lo más valioso que tenía.
El hombre intentó preguntar, necesitaba respuestas, pero Olga se adelantó, su voz cargada de un dejo de indignación y alivio.
—Ella… tuvo una relación difícil, muy difícil. Gracias a Dios se libró de semejante lastre antes de que fuera peor y no me alegra la muerte de nadie, pero ese sujeto le hace un favor a la humanidad con su deceso. —Las palabras lo sacudieron como una bofetada. Rolán abrió la boca para pedir detalles, pero la anciana levantó la mano y lo calló con un gesto. Con la otra, le entregó un cuaderno de tapas gastadas, cerrado con un elástico sencillo—. No ahora, hijo. Llévelo. Léalo con calma. Ahí encontrará todo lo que necesita saber. Mi Marian era muy buena, y va a recuperarse, yo lo sé. Créame, ella hablaba de usted constantemente… lo extrañaba con el alma. —Rolán bajó la mirada al diario que sostenía entre sus manos, incapaz de articular palabra—. Este pequeño —continuó Olga, besando la frente del niño— fue la fuerza que no la dejó flaquear. Su motor, su razón.
Las palabras de la mujer eran como piedras pesadas que se apilaban sobre sus hombros. Él, que había creído tener control, sobre todo, se sentía de pronto vulnerable, desnudo frente a una realidad que lo sobrepasaba.
—Yo… —intentó hablar, pero la anciana lo interrumpió.
—Ocúpese de los trámites, señor Rolán —añadió la anciana con firmeza—. Hágalo por él, para que quede protegido bajo su cuidado. Yo lo prepararé para dormir y mañana, cuando tenga todo en orden, venga por él. Si no hace nada, los de trabajo social vendrán a llevárselo.
Rolán levantó la mano temblorosa y acarició las mejillas regordetas del pequeño Héctor. El niño lo miró con una sonrisa luminosa, inocente, como si la vida no se hubiera quebrado a su alrededor. Ese gesto lo atravesó más que cualquier palabra.
Aturdido, con el diario apretado contra el pecho, se despidió de la anciana y salió de la casa con pasos pesados. No sabía qué hacer, ni cómo enfrentarse a lo que venía. Solo sabía que, por primera vez en mucho tiempo, el destino no le pedía cuentas: le exigía decisiones.
La noche había caído sobre la ciudad cuando Rolán regresó al hospital. El aire en los pasillos olía a desinfectante y a silencio forzado, ese que solo se rompe con pasos apresurados o el eco distante de una máquina monitoreando una vida que se aferra.
Entró en la habitación de Marian con el mismo nudo en el pecho que lo había acompañado desde que recibió la llamada. Allí estaba ella, tan frágil entre las sábanas blancas, el rostro sereno, pero ajeno, como si durmiera demasiado profundo.
Se acercó despacio, arrastrando las botas como si el suelo pesara más de la cuenta. Tomó su mano con cuidado, temiendo quebrarla, y la apretó entre las suyas. El calor débil de la piel de su hermana le arrancó un sollozo que no supo contener.
—Meli… —murmuró con la voz quebrada, usando el apodo de la infancia—. No sé cómo llegamos hasta aquí… pero te prometo algo: voy a cuidar a tu niño. Aunque no me sienta capaz, aunque me aterre… lo voy a hacer. Lo juro por papá, por mamá… y por ti.
Se inclinó sobre ella y dejó caer la frente sobre la mano inmóvil, como si buscara allí un poco de fuerza. Un silencio espeso lo envolvió, roto apenas por el pitido constante del monitor cardíaco.
Con un esfuerzo, se enderezó y salió al pasillo. Allí sacó su teléfono y llamó al Licenciado Andrade. La voz grave del abogado no tardó en responder.
—Licenciado, necesito saber qué debo hacer… —dijo Rolán sin rodeos, aunque la garganta le ardía—. Quiero responsabilizarme de mi sobrino. No sé nada de trámites, pero no pienso dejarlo en manos de desconocidos.
Del otro lado de la línea, Andrade suspiró como quien ya esperaba esas palabras.
—No se preocupe, don Rolán. Su hermana fue muy clara conmigo. Me dio instrucciones precisas: si algo le sucedía, usted sería el tutor legal de Héctor. Yo ya tengo todo preparado, solo hace falta su firma. Mañana en la mañana puede recoger al niño.
Rolán cerró los ojos con fuerza, conteniendo la oleada de miedo que lo atravesaba. La certeza del abogado no disipaba sus dudas, pero le daba una dirección.
—Está bien… —respondió con voz baja, firme a pesar del temblor interior—. lo firmaré.
Colgó, guardó el teléfono en el bolsillo y se quedó mirando por la ventana del pasillo. La ciudad brillaba a lo lejos, indiferente a su tormenta.