El vuelo ya casi terminaba cuando Rolán, con los brazos cruzados y el ceño fruncido, no apartaba la vista de su sobrino. El pequeño dormía plácido en el regazo de la enfermera, vestido con un diminuto pantalón de mezclilla, botas blandas y una camisita a cuadros que lo hacían parecer un auténtico vaquerito en miniatura. Era como verse a sí mismo en un espejo del pasado, y eso lo desarmaba por dentro.
«Dios santo… es igualito a mí», pensó con un nudo en la garganta.
Pero el vaquerito empezó a moverse justo cuando el helicóptero inició el descenso. Se restregó los ojitos con los puños gorditos y abrió la mirada brillante, escudriñando con curiosidad cada rincón de la cabina, como si la estuviera evaluando. Rolán no pudo evitar sonreír, apenas un segundo.
La ternura le duró poco. Un olor fuerte, inconfundible, invadió el reducido espacio. Rolán parpadeó, confundido, hasta que la enfermera soltó una carcajada contenida.
—Pues… parece que el pequeño Héctor acaba de dejarles un regalito —anunció con naturalidad.
—¿Un… qué? —balbuceó Rolán, como si no quisiera entender.
La mujer, sin inmutarse, sacó una bolsa con lo indispensable y comenzó a cambiar al niño allí mismo, en plena cabina. Rolán se quedó mirando la operación con los ojos desorbitados, como si presenciara un acto de magia negra.
—¿Así de fácil? —murmuró incrédulo mientras veía cómo la enfermera, con movimientos ágiles, lo limpiaba y colocaba un pañal nuevo en cuestión de segundos.
—Con práctica todo se hace fácil, don Rolán —respondió la mujer con una sonrisa divertida—. Pero le advierto algo: quedan muy pocos pañales. Será mejor que compre más apenas bajemos, porque los va a necesitar. Y seguido.
Rolán palideció. La sola idea de enfrentarse él solo a esa tarea lo aterraba más que domar un caballo salvaje.
—¿Seguido? ¿Cuánto es… seguido? —preguntó con voz ahogada.
—Oh… —la mujer arqueó una ceja mientras guardaba el pañal usado en una bolsa hermética—. Digamos que unas cinco o seis veces al día… en los días buenos.
La cara de Rolán fue un poema. Entre resignación y horror, pasó una mano por el cabello y suspiró como si le hubieran echado encima la responsabilidad de cargar sacos de maíz por toda la finca.
Cuando aterrizaron, agradeció torpemente a la enfermera, pidió al piloto que la llevara de regreso y bajó con Héctor en brazos. El pequeño, fresquito tras el cambio, le sonrió con picardía, como si disfrutara del caos que había provocado.
El chofer abrió la puerta del auto, pero Rolán lo detuvo con gesto serio.
—Antes de ir al rancho… —dijo, mirando al niño y luego al hombre como quien confiesa un secreto vergonzoso—. Tenemos que parar por… pañales. Muchos pañales.
El chofer, que había escuchado el rumor de la cabina, apenas contuvo la risa.
—Entendido, patrón. Vamos directo a la tienda.
Rolán subió al auto con su sobrino, mientras pensaba, no sin cierta desesperación: «¿En qué diablos me he metido?».
Héctor, ajeno a todo, le dio una palmadita en el pecho y soltó una risita que arrancó al hombre una sonrisa a regañadientes.
La camioneta se detuvo frente a un supermercado grande y luminoso. Rolán bajó con el niño en brazos, con paso decidido al principio… hasta que cruzó la puerta automática y se encontró de golpe con un mundo que no conocía: pasillos interminables repletos de colores chillones, estantes cargados de cosas diminutas y familias empujando carritos como si estuvieran en una carrera.
El supermercado era un verdadero campo de batalla. Rolán, con el sombrero echado hacia atrás, la camisa medio desabrochada del ajetreo y el cinturón torcido de tanto agacharse y levantarse, parecía más un vaquero después de un rodeo fallido que un hombre de compras.
El carrito chirriaba como si fuera a desarmarse en cualquier momento. Héctor, encaramado en el asiento, se inclinaba hacia todos lados como si estuviera en un rodeo propio, lanzando paquetes de pañales y toallitas como quien reparte volantes en una feria. Cada vez que Rolán atrapaba uno al vuelo, el niño encontraba otro que arrojar con sorprendente puntería.
—¡Quieto, vaquerito! —rezongó Rolán, jadeando mientras atrapaba un paquete justo antes de que le diera en la cara a una señora que pasaba. La mujer bufó, escandalizada, y se alejó refunfuñando algo sobre «padres irresponsables».
El niño, lejos de calmarse, soltó una carcajada y comenzó a tamborilear con las manitas sobre el carrito como si estuviera animando a su tío en pleno desastre. Rolán sentía que el sudor le bajaba por la frente en riachuelos, y no precisamente por el calor del lugar.
En su desesperación, se le cayeron tres paquetes de toallitas, un frasco de crema para rozaduras que ni sabía cómo se usaba y, por si fuera poco, una torre improvisada de biberones rodó por el pasillo. Un niño ajeno agarró uno creyendo que era un juguete y salió corriendo con él, seguido de su madre que gritaba:
—¡Devuélvelo, eso no es tuyo!
Rolán se llevó una mano al rostro, derrotado. El nudo en el estómago se le apretaba con cada segundo que pasaba, y por un momento pensó que preferiría enfrentarse a un toro salvaje que a ese carrito de supermercado.