Zaira lo acompañó hasta la salida del supermercado con Héctor en brazos, como si llevara un peluche encantado en lugar de un niño inquieto. El pequeño estaba embobado con ella, jugando con un mechón de su coleta rubia, mientras Rolán iba detrás cargado como mula de feria: bolsas colgando de los brazos y un paquete gigante de pañales bajo el hombro.
El chófer, que esperaba junto al auto negro, abrió los ojos como platos al verlo acercarse en semejante estado. Corrió a abrirle el baúl.
—¡Patrón! —exclamó, apresurándose a quitarle las bolsas antes de que se desparramaran por el suelo—. ¡Con calma, con calma, que parece que viene de un saqueo!
Rolán bufó, soltando las cosas de golpe dentro del maletero.
—No empiece usted también —gruñó, sacudiéndose el sudor de la frente.
Zaira sonrió divertida mientras entregaba al niño, que protestó al instante con un berrinche sonoro, estirando los brazos hacia ella como si lo arrancaran de un edén particular.
—Bueno, vaquero, misión cumplida —dijo la joven, con esa naturalidad que a Rolán lo descolocaba.
Él lo recibió torpemente, con el pequeño dando manotazos de descontento.
—Al menos… déjeme llevarla a algún sitio, como agradecimiento —propuso, incómodo.
Zaira negó con un gesto suave, sonriendo con calma.
—No hace falta. Ha sido divertido. Cuídese… y cuide a su mini cawboy.
Le guiñó un ojo, se dio media vuelta y se alejó con paso ligero, dejando a Rolán con el niño pataleando como si quisiera lanzarse tras ella.
—Sí, claro, divertido para ti —rezongó él, subiendo al auto mientras el chófer cerraba la puerta.
El trayecto a la finca fue un tormento. Héctor no paraba: primero quería bajarse, luego se ponía de pie sobre las piernas de su tío, después le jalaba el sombrero hasta cubrirle la cara y, por último, descubrió el timbre de su voz, lanzando gritos agudos que rebotaban por toda la cabina. Rolán intentó sujetarlo, darle un juguete improvisado con una botella de agua, incluso canturrear torpemente una canción infantil que no recordaba bien. Todo en vano.
El chófer miraba por el retrovisor, intentando contener la risa.
—Patrón, parece que le salió más bravo que un toro enjaulado.
—¡Cállese y maneje! —rugió Rolán, despeinando al niño sin querer mientras intentaba volver a encajarle el sombrerito vaquero.
Cuando por fin llegaron al portón de la finca, Rolán ya tenía la camisa hecha un desastre, el sombrero torcido y la paciencia al borde del colapso. Héctor, en cambio, estaba encantado, riendo a carcajadas como si todo aquello fuera un juego.
En cuanto bajaron, Pablo y Marta corrieron hacia ellos, ansiosos.
—¡Mi niño! —exclamó Marta dirigiéndose a Rolán con cariño—. ¿Cómo está Marian? ¿Qué dijo el médico?
Ambos se detuvieron en seco al ver lo que Rolán llevaba en brazos. Sus miradas pasaron del hombre despeinado y derrotado al pequeño vaquerito que aplaudía feliz sobre su pecho.
—¿Pero qué…? —balbuceó Pablo, boquiabierto—. ¿Y ese niño?
Rolán respiró hondo, cerrando los ojos un segundo como quien necesita valor antes de soltar una bomba.
—Les presento a Héctor… mi sobrino. Es el hijo de Marian.
El silencio fue tan grande que hasta el perro de la finca dejó de ladrar.
Rolán entró en la casa con el sombrero aún torcido y la expresión de un hombre que había peleado contra un ejército y perdido. Pablo y Marta lo siguieron, expectantes. Apenas cruzaron la cocina y se sentó, Héctor se le escurrió de los brazos con la rapidez de un pez en el agua y salió corriendo tras el gato de la finca, un viejo minino blanco que saltó al suelo con pereza.
—¡Eh, no! —exclamó Rolán, extendiendo la mano en un intento inútil por detenerlo.
El niño, en cambio, soltó una risa fresca y contagiosa, como si hubiera descubierto el mayor tesoro del mundo en aquel gato desconfiado.
Pablo se llevó una mano a la nuca, desconcertado.
—¿Ese… ese niño es tu sobrino de verdad?
Rolán asintió, dejando escapar un suspiro que le pesaba en el pecho.
—Sí. Marian… —se le quebró la voz un instante, pero tragó duro y continuó—. Marian tuvo un accidente como saben, está grave… en coma. Los médicos no saben si se recuperará, puede ser cuestión de horas o de meses.
El silencio cayó pesado sobre la cocina. Marta se cubrió la boca con la mano, con los ojos húmedos.
—Dios mío, la niña Marian… —murmuró, estremecida.
Rolán apretó los puños, luchando con la impotencia.
—Y como si eso no fuera suficiente, resulta que tenía un hijo. —Se pasó la mano por el cabello, despeinado y exhausto—. Yo no lo sabía, no tenía idea… Ahora es mi responsabilidad.
En ese instante, un ruido llamó su atención: Héctor había derribado un balde de madera en su persecución del gato y ambos corrían en círculos, el animal buscando refugio y el niño riendo a carcajadas como si fuera el mejor juego del mundo.