Un pequeño acierto

6. Torbellino hermoso

Rolán permanecía en la cocina, de pie junto a la mesa rústica, con los brazos cruzados y la frente fruncida. El olor del café recién hecho llenaba el ambiente, pero él apenas lo notaba perdido en sus pensamientos. Sus ojos seguían de reojo al pequeño que corría tras el gato con una carcajada que llenaba cada rincón de la casa.

—Marta —dijo con voz grave—, necesito que alguien cuide de él. Disculpa mi insistencia, pero lo necesito ya. No puedo dejar a Marian sola tanto tiempo… con la gravedad en la que está, voy a estar yendo y viniendo a la capital. Si alguien se encarga de Héctor voy a estar más tranquilo.

Marta lo miró con ternura, con el cuchillo en la mano deteniendo su quehacer.

—Te entiendo. Créame, no le falta razón.

El niño, entretanto, se lanzaba al suelo en un intento torpe por atrapar al gato, que escapaba dando un salto ágil hasta la mesa. Rió a carcajadas, golpeando las palmas contra el piso como si celebrara la astucia del animal.

Marta se quedó observándolo, con una sonrisa suave.

—Es hermoso… —susurró, con un dejo de nostalgia.

Rolán bufó, llevándose la mano al sombrero para rascarse la cabeza.

—Hermoso, sí… pero un torbellino para el que no estoy preparado.

—Un torbellino hermoso —corrigió Marta, volviendo la vista hacia él—. Igualito a usted y a su hermana cuando eran pequeños.

—¿A mí? Yo era tranquilo, Marta —refutó arqueando una ceja, incrédulo.

Ella soltó una risita cálida, sacudiendo la cabeza.

—Tú sí… pero su hermana… Marian necesitaba un ejército entero para contenerla.

Rolán bajó la mirada hacia el niño, que ahora arrastraba una silla en un intento por alcanzar al gato encaramado en lo alto del mueble. Suspira resignado.

—Pues este necesita dos ejércitos, y aun así creo que saldríamos derrotados. No se cansa nunca.

—No, y eso es maravilloso. Tiene la fuerza de su madre y tu terquedad —declaró Marta con una risa breve.

Rolán lo observó un momento más, con esa mezcla de asombro, cansancio y un cariño creciente que apenas se atrevía a reconocer. El pequeño Héctor se tambaleaba tras el gato, riendo con la inocencia de un niño que no sabía nada del dolor que rodeaba su mundo.

Marta los observaba con atención mientras Rolán, sin lograrlo, trataba de poner orden en medio del torbellino que era el pequeño.

—Llame a su amiga —dijo con tono firme pero cansado—. Si su hija acepta, que sepa que al menos en el primer momento será a tiempo completo. Después, cuando organice bien todo, negociaremos los descansos. Se quedará aquí, en la casona, con mi sobrino… y no se preocupe, la paga será generosa. Confío en su criterio. —Marta asintió con convicción.

—Se lo diré tal cual.

—Si puede venir hoy mismo, mejor. A mí regreso firmaremos el contrato. Yo, entonces, regreso esta misma tarde con Marian. —El ceño fruncido de Rolán se suavizó apenas—. No quiero que ella esté sola.

—De acuerdo. —Marta sacó el teléfono del bolsillo de su delantal y se encaminó hacia el pasillo—. Pero no pierda de vista al niño mientras hago la llamada.

—Créame, eso es imposible. —Rolán resopló.

Marta sonrió con complicidad y desapareció por la puerta, dejando al vaquero solo al cuidado del pequeño.

Al volverse, Rolán se encontró con una escena que lo dejó sin palabras: Héctor había logrado abrir la alacena inferior y ahora estaba sentado en el suelo, con las manitas llenas de galletas que sacaba de una bolsa abierta. El niño probaba una, hacía una mueca, la dejaba caer, y luego agarraba otra como si fueran tesoros diferentes cada vez.

—¡Ay, santo cielo…! —murmuró Rolán, llevándose la mano a la frente.

Se agachó rápido, intentando cerrar la bolsa mientras el niño le daba un empujón juguetón con su manita regordeta, decidido a seguir con su banquete improvisado. Una galleta rodó por el suelo y Héctor gateó tras ella con la determinación de un cazador.

Rolán lo atrapó antes de que se metiera la galleta polvorienta en la boca y suspiró hondo, mirándolo de frente.

—Eres un desastre… pero vaya desastre hermoso.

El niño le respondió con una carcajada que hizo eco en toda la cocina.

En ese instante, escuchó a Marta, en el pasillo, conversando con alguien, permitiéndole albergar la esperanza de que la ayuda llegaría pronto.

El celular de Rolán vibró sobre la mesa con una notificación. Apenas lo tomó y vio en la pantalla que se trataba de un reporte de las enfermeras. El estómago se le encogió; cada mensaje era un recordatorio de que la vida de su hermana pendía de un hilo. Suspiró hondo, con la sensación de que las paredes se le venían encima, y abrió el informe. Sabía que debía leerlo con calma, que cualquier detalle podía marcar la diferencia, pero la mente se le partía en dos: una mitad en la clínica, la otra en el pequeño que jugaba en el suelo, riendo y correteando tras el gato como si el mundo fuera solo un juego.

Intentó dividirse, leer y vigilar al mismo tiempo, pero el reporte era más largo de lo que pensó, una maraña de cifras, tratamientos y observaciones que lo absorbieron sin piedad. Un segundo de distracción, apenas un parpadeo más largo de lo normal, bastó. Cuando levantó la vista, el aire se le heló en los pulmones.




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