Los gritos de Rolán retumbaron por toda la casona, tan llenos de angustia que hicieron eco en los corredores y alcanzaron hasta el patio. En cuestión de segundos, dos peones que estaban descargando pacas en la entrada aparecieron corriendo, limpiándose las manos en los pantalones, con los ojos desorbitados como si hubiera ocurrido una tragedia.
—¡¿Qué pasa, patrón?! —exclamó uno, jadeando y casi tropezando con un saco de heno.
—¡El niño! —vociferó Rolán, con la voz hecha un nudo—. ¡Mi sobrino no está en la cocina, no lo encuentro en ninguna parte!
El segundo peón se persignó instintivamente, mientras ya daba media vuelta para correr hacia las caballerizas. Otro, que había escuchado desde el patio, dejó caer el balde de agua que cargaba y se unió a la búsqueda sin siquiera preguntar más.
—¡Revisen la despensa! —gritó Rolán, moviendo los brazos como si pudiera lanzar con ellos al niño de vuelta a su vista—. ¡Y el granero también, se mete en cualquier hueco, por el amor de Dios!
El sonido de puertas golpeando, pasos apresurados y voces que se llamaban unas a otras llenó el lugar. Cada rincón de la casona parecía un campo de batalla improvisado que no hacía más que aumentar la desesperación de su tío.
Mientras tanto, Marta, que aún tenía el teléfono en la mano, lo apartó de la oreja, cerró los ojos un segundo y exhaló con paciencia. La voz de su amiga seguía al otro lado, pero Marta la interrumpió tajante:
—Mira, Sofía, no hay tiempo que perder. Tu hija tiene que venir hoy mismo, ¿me oyes? No mañana, no pasado, ¡hoy! Si no, Rolán se vuelve loco y nosotros con él. —Volvió la mirada hacia la escena del hombre corriendo como un alma en pena por los pasillos y añadió con un dejo de ironía resignada—. Este torbellino de niño va a hacerle perder hasta el apellido Vega.
Colgó sin más y se unió a la búsqueda.
—¡Yo reviso el ala de los cuartos de huéspedes! —avisó Marta, levantando las faldas para poder correr mejor.
Los trabajadores se dispersaron por los rincones de la finca: uno entraba a la despensa con tanta prisa que casi tiró abajo la puerta, otro se asomaba debajo de las mesas del comedor, un tercero ya abría la puerta del gallinero convencido de que el niño podía haberse colado allí siguiendo al gato con el que lo había visto jugando ratos antes.
—¡Héctor! ¡Vaquerito! —gritaba Rolán, cada vez más ronco, sintiendo que el corazón se le salía por la boca—. ¡Respóndeme, por favor!
Su desesperación era tal que revisaba hasta los lugares más impensados. El gato maullaba desde algún rincón inaccesible, los cachorros del establo ladraban sin control, y cada paso que daba Rolán parecía aumentar el caos.
De pronto, Marta, que había salido hacia el frente de la casona junto a Pablo, se detuvo en seco.
—¡Pablo…! —murmuró, señalando con una mezcla de alivio e incredulidad.
Allí estaba, sentado tranquilamente en el entablado de madera que conducía hacia el lago, ese puente rústico y sin pintar que parecía pertenecer más a otro tiempo que al presente. El pequeño Héctor, con su overol de mezclilla azul y unos botines marrones que lucían demasiado serios para sus piececitos inquietos, parecía una estampa viviente de travesura y ternura.
Lo más llamativo, sin embargo, era el sombrero de vaquero de ala ancha que llevaba puesto. Demasiado grande para su cabeza, se le escurría hacia adelante, cubriéndole casi la mitad del rostro y dándole un aire entre cómico y entrañable. Rolán había llegado detrás de ellos y se detuvo en seco, parpadeando incrédulo.
—¿Ese…? —murmuró para sí mismo, con la voz atrapada en la garganta.
Sí. Era su sombrero favorito, ese que había heredado de su padre y que había guardado como un tesoro. Allí estaba, en la cabeza de su sobrino, torcido de manera adorable, como si Héctor hubiera nacido con él puesto. Rolán se frotó la frente, incrédulo.
—¿En qué momento lo agarró… y cómo no me di cuenta? —se preguntó, medio riendo, medio en shock—. ¡Mi sombrero! Y pensar que lo llevaba conmigo hace cinco minutos…
A cada lado del niño, como pequeños guardianes, se encontraban dos cachorros de pelaje moteado, gris y blanco, que lo acompañaban con la lealtad ciega de quien ya había elegido a su dueño. Uno bostezaba con desgano, mientras el otro mordisqueaba las cintas del overol de Héctor, jugando su propio juego secreto.
—¡Héctor! —vociferó Rolán, intentando acercarse sin asustarlo—. ¡Devuélveme el sombrero, pequeño torbellino!
El niño, ajeno al caos que había desatado, reía a carcajadas, palmoteando las tablas del entablado como si aplaudiera un espectáculo secreto que solo él podía ver.
—¡Por todos los santos! —exclamó Marta llevándose la mano al pecho, mientras Pablo se quedaba boquiabierto, sin saber si reír o llorar de alivio.
Rolán avanzó cauteloso, sudoroso, con la camisa desacomodada y el sombrero ladeado, mirando la escena consternado. Su sobrino, con el sombrero de su padre inclinado sobre la frente, los botines cubiertos de polvo y los cachorros acurrucados a su lado, parecía un pequeño vaquero en miniatura, nacido para aquel paisaje.
—Ese crío… —gruñó Rolán, la voz rota, pasando la mano por su rostro—. Me va a volver loco.