Un pequeño acierto

8. Paquete completo

Rolán respiró hondo, tratando de no soltar una carcajada nerviosa ni un grito de frustración. Dio un paso adelante con precaución, las botas crujieron sobre el viejo entablado y los cachorros, alertas, levantaron las orejas y comenzaron a moverse en círculos alrededor del niño.

—Vamos, pequeño bandido —murmuró, acercándose lentamente—. No me lo pongas más difícil, ¿eh?

Héctor, con la inocencia reflejada en su sonrisa y el sombrero casi tapándole los ojos, soltó otra carcajada que resonó en todo el lago. Los cachorros, contagiados por el juego, comenzaron a ladrar con entusiasmo.

«¡Guau! ¡Guau! ¡Guauuu!»

Sus pequeñas patitas golpeaban las tablas, moviendo las colas frenéticamente, como si intentaran formar una barrera entre el niño y su tío.

—¡Ay, Virgen Santa! —exclamó Marta llevándose las manos al rostro, aunque la risa le temblaba en los labios—. ¡Míralos! Hasta aliados tiene este pequeño.

—¡Eso parece! —gruñó Rolán, dando otro paso mientras uno de los cachorros se le cruzaba por delante.

—¡Quietos, bribones! —ordenó, levantando una mano a los canes.

Pero lejos de obedecer, los perritos redoblaron sus ladridos, dando saltitos a su alrededor.

El niño aplaudía feliz, encantado con el movimiento a subslrededor.

—¡Guau, guau, guau! —repitió, imitando a los cachorros mientras los señalaba.

Uno de ellos le lamió la mejilla y Héctor soltó una risa cristalina, de esas que desarmaban cualquier intento de enojo.

Rolán resopló, rendido, y avanzó con determinación.

—Está bien, vaquerito, ganaste. Pero te advierto que no saldrás impune de esta. —Se inclinó, esquivando las patitas juguetonas, y en un movimiento rápido alzó al pequeño en brazos.

Los cachorros protestaron al instante.

«¡Guaau! ¡Rrruff! ¡Guau!»

Saltaban intentando alcanzar los botines del niño, que pataleaba entre carcajadas.

—¡Eh, quietos! —gritó Rolán, intentando mantener el equilibrio mientras uno de los perritos se le colgaba de la bota—. ¡Por el amor de Dios, estos también conspiran en mi contra!

Marta no pudo contener la risa.

—¡Ay, mi niño, si te viera tu padre! —dijo entre carcajadas—. ¡Quién diría que el dueño más temido del valle, el soltero más codiciado de la región estaría bailando sobre el muelle con un niño en brazos y dos perros colgando de los pantalones!

—Sí, ríete tú —replicó él, girando torpemente mientras los perritos seguían saltando—. Que si me caigo al agua, me vas a tener que rescatar con red y todo.

—¡Guau! ¡Guau! —repitió Héctor, encantado, mientras tiraba del cuello de la camisa de su tío.

Rolán le hizo cosquillas en la mejilla.

—Sí, ríete, bandido. Solo un día aquí y ya tengo las tierras de cabeza. —Suspiró con cansancio fingido y una sonrisa que se le escapó a pesar de sí mismo—. No quiero imaginar cómo será una semana contigo, por suerte hoy tendrás niñera.

El niño le tocó la nariz con un dedito y soltó una carcajada más. Los cachorros, viendo que su pequeño amigo ya estaba seguro en brazos, se sentaron en las tablas, jadeando felices con las lenguas colgando y las colas moviéndose de un lado a otro.

Pablo, que los había observado todo el rato con una mezcla de asombro y alivio, se ajustó el sombrero y soltó una exclamación.

—Por suerte fue solo un susto, patrón. —Se acercó un paso, mirando el lago—. Si llegaba a acercarse un poco más, no quiero ni pensarlo.

Rolán, aún con el corazón latiéndole a mil, asintió con seriedad.

—Sí… —murmuró, apretando un poco más al niño contra su pecho—. No quiero volver a sentir esto nunca. Pablo, mañana mismo quiero que me asignes a dos peones. Que levanten una cerca alrededor de toda la casona. Firme y con pestillos, que la pinten de blanco. No quiero ni pensar qué habría pasado si llegaba al lago o, peor, si entraba a las caballerizas.

—Ave María purísima… Gracias al Señor que solo fue un gran susto. —Marta se persignó enseguida, murmurando con devoción—. Dios lo proteja y lo bendiga.

—Que así sea —reafirmó Pablo.

Rolán respiró hondo, mirando el cielo, e aire olía a tierra húmeda y a madera vieja, y el lago reflejaba el cielo con una calma engañosa.

—Míralo nada más… —susurró Marta, con los ojos suavizados por la ternura—. Parece un angelito, pero trae el diablito en los pies.

Rolán soltó una carcajada ronca.

—Eso no lo dudo. —Miró al niño, que jugueteaba con su barba—. Tiene la sonrisa de su madre… y su impulso para meterse en problemas. No habrá descanso con este enano.

Pablo rió por lo bajo.

—Va a ser un Vega de pura cepa, eso seguro.

—¡Dios nos libre! —bromeó Rolán, alzando al niño para mirarlo a los ojos—. Si sale como nosotros, esta finca no va a resistir tanta testarudez junta.

Héctor lo miró divertido, tirándose del sombrero que aún llevaba torcido sobre su cabeza.




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