Un pequeño acierto

9. Regañado

El bullicio de la búsqueda se fue apagando a medida que los tres regresaban hacia la casona, ahora con Héctor en brazos y los cachorros siguiéndolos de cerca entre saltos y ladridos juguetones. El aire olía a tierra húmeda y a pasto recién cortado, y el eco de las risas del pequeño aún vibraba entre los árboles, como si la finca misma celebrara su travesura. Las hojas del camino crujían bajo las botas de Rolán, y el sol del mediodía comenzaba a filtrarse entre las ramas, devolviendo al entorno la calma que el susto había robado minutos atrás.

—¡Eh, quietos! —rezongó Rolán mientras intentaba avanzar sin pisar a los cachorros, que brincaban alrededor de sus botas.

Uno de los perritos, un bolita de pelos blancos y grises, le mordisqueó la bota como si quisiera retarlo. El otro, más atrevido, dio un brinco y alcanzó a rozar la pierna del pantalón antes de tropezar consigo mismo. Marta soltó una carcajada.

—Yo.nunca había visto esos cachorros por aquí —puntualizó Pablo viendo a los juguetones animalitos.

—Solo un día aquí, Marta… —resopló Rolán, ladeando el sombrero—. ¡Un solo día! Me volverá loco, me siento derrotado por casi un metro. —Le pellizcó suavemente las mejillas a su sobrino, que soltó una carcajada contagiosa—. ¿Qué voy a hacer contigo, vaquerito?

Héctor respondió con una risa tan pura que, por un instante, el cansancio de la búsqueda se borró de los rostros de todos. Aquel sonido de inocencia contrastaba con la rudeza de las manos de Rolán, curtidas por el trabajo y el sol. En ese momento, el hombre comprendió —aunque no lo admitiera en voz alta— que el pequeño tenía un poder que nada ni nadie más en la finca poseía: el de desarmarlo.

—Agradecer al cielo que solo fue un susto —intervino Pablo, encajando su sombrero sobre la frente—. Porque si el niño llega al lago, no lo contamos como anécdota.

Rolán asintió con gesto grave, apretando la mandíbula para repetir las indicaciones que ya había dado.

—Mañana mismo, que no se te olvide, me le asignas a dos peones para que hagan una cerca alrededor de la casona. Que no quiero ni imaginar si vuelve a escaparse. Ni al lago, ni a las caballerizas, ni a ningún sitio donde se me meta entre las patas de un caballo.

Marta se persignó con fervor.

—Ave María Purísima… Gracias al Señor que todo quedó en un buen susto —susurró, mirando al cielo, y luego volvió a mirar al niño—. Aunque el angelito no parece arrepentido, mírele esa cara.

Rolán bajó la vista. Héctor lo observaba con una sonrisa descarada, jugando con el borde del sombrero que aún llevaba puesto.

Ya dentro de la cocina, el ambiente cambió. El aire estaba tibio, con aroma a pan recién horneado y café. Un rayo de sol entraba por la ventana y se posaba sobre la mesada, iluminando las migas de pan y los frascos de mermelada. Rolán dejó al pequeño sobre una silla alta junto a la mesada, sujetándolo con una mano mientras con la otra arrimaba la silla para que no se cayera. Lo miró con el ceño fruncido, evaluando el peligro desde todos los ángulos, como si fuera una operación delicada de ingeniería.

—Tendré que conseguir una de esas sillas especiales —murmuró entre dientes—. Porque este chiquitín no tiene huesos, es puro resorte. Se me cae y se desnuca como un potrillo desbocado.

Marta, que removía algo en una olla, soltó una risa contenida, pero no dijo nada. Observaba cómo el hombre, tan acostumbrado a dar órdenes y manejar caballos con autoridad, se debatía ahora con un niño que no entendía razones ni conocía límites.

—A ver, vaquerito —dijo Rolán, tomando un pequeño juguete de madera del aparador—. Te propongo un trato justo. Tú me devuelves mi sombrero y yo te doy este caballito.

Héctor, con una sonrisa pícara, tomó el juguete con ambas manos… pero no soltó el sombrero. Peor aún: en cuanto Rolán intentó tomarlo, el niño lo regañó con una serie de sonidos incomprensibles y gestos de manos que no dejaban lugar a dudas de su desacuerdo.

—¿Pero tú me estás retando, criatura? —dijo Rolán, mirándolo con fingida severidad.

El pequeño, lejos de asustarse, frunció el ceño, alzó el dedito y masculló algo ininteligible, como si dictara sentencia. Rolán lo observó entre incrédulo y maravillado. Tenía apenas año y medio y ya se comportaba como si dirigiera una asamblea.

—Marta —gruñó, entre divertido y rendido—, mira cómo este cuarto de gente me reprende.

Ella soltó una carcajada, apoyándose en la mesada.

—Tiene el carácter de la familia, Rolán. Lo que se hereda no se hurta. Es un mini clon suyo y de su hermana, no hay duda.

Rolán suspiró, rascándose la nuca.

—Tranquilo vaquerito… —murmuró con ternura—. Ese sombrero no te pertenece.

Le quitó con suavidad el sombrero de la cabeza, y el pequeño, con un puchero perfecto, comenzó a inflar las mejillas, los ojos vidriosos anunciando un inminente diluvio.

—No, no, no, no… —dijo Rolán rápidamente, volviéndoselo a poner—. Está bien, está bien, es tuyo… por ahora.

El cambio fue instantáneo: el rostro de Héctor se iluminó con una sonrisa tan grande que hasta los cachorros, que habían seguido la escena desde la puerta, movieron la cola emocionados.

Marta lo observaba entre divertida y enternecida.




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