Un pequeño acierto

10. La niñera

El sol comenzaba a hundirse tras los árboles cuando Rolán acomodó la chaqueta en su hombro y caminó con paso firme hacia la camioneta. El aire del campo traía ese olor a tierra húmeda que siempre lo serenaba, pero aquella tarde no conseguía aliviar el peso que sentía en el pecho. Marta lo acompañaba hasta el porche con el niño en brazos. El pequeño, con su inseparable sombrero ladeado sobre la frente, parecía ajeno a la tensión que dominaba el ambiente.

—¿De verdad tiene que irse hoy? —preguntó Marta, con tono preocupado.

—Sí —respondió él, cerrando la puerta del vehículo—. No puedo esperar más. Los médicos llamaron hace un rato… dicen que no hay cambios, pero necesito verla.

Marta bajó la mirada, acariciando el cabello del pequeño.

—Pobre criatura… —susurró, mirando al niño—. No entiende nada de lo que pasa.

Rolán siguió su mirada. En los ojos del pequeño brillaba la misma chispa de su hermana, ese mismo fuego dulce que siempre lo había desarmado.

—Yo tampoco lo entiendo, Marta —admitió en voz baja—. Espero que despierte, que me mire y me diga que todo fue una pesadilla… pero ahí sigue. En silencio. No tardaré —dijo Rolán, abriendo la puerta del vehículo—. Solo iré a ver cómo sigue tu mamá.

Al escuchar esa palabra, el niño levantó la mirada. Sus ojitos brillaron con una mezcla de curiosidad y reconocimiento. Movió los labios, balbuceando con esfuerzo.

—Ma… ma… —La sílaba tembló en el aire como una chispa viva.

Rolán se quedó inmóvil. Sintió cómo la garganta se le cerraba y el corazón le dio un vuelco. Marta también se cubrió la boca, conmovida. El silencio se volvió denso, casi sagrado.

—Eso es, pequeño… mamá —susurró Rolán con la voz rasposa, acercándose para rozar su mejilla—. Voy a verla por ti, ¿sí?

El niño soltó una risita breve, como si entendiera. Luego extendió una mano diminuta, cerrándola y abriéndola en el aire para despedirse. Ese gesto dulce que desarmó al hombre más rudo de la zona.

—Prométeme que cuidarás bien de él mientras vuelvo —pidió finalmente.

—Como si fuera mío —respondió ella con ternura—. Ya sabes que este niño tiene mi corazón.

Rolán asintió y se agachó para quedar a la altura del pequeño.

—Escúchame, vaquerito —dijo con voz suave—. Tío va a ver a mamá, ¿sí? Tú te portas bien con la nana Marta, ¿entendido? —Rolán sintió que algo en su interior se quebraba. Tomó la manito del pequeño entre sus dedos grandes y ásperos—. Nos vemos pronto, vaquerito —le dijo, intentando sonreír pese al nudo en el estómago.

Cuando la camioneta se alejó por el camino de grava, el niño se giró para seguirla con la mirada. Marta lo sostuvo firme, temiendo que se lanzara hacia adelante.

—Ti… o… ti… —balbuceó el pequeño entre risas suaves.

—¿Qué dijiste, amor? —preguntó Marta, sorprendida.

El niño repitió el sonido, golpeando sus manitas contra el pecho, como si intentara señalar a Rolán a la distancia.

—Mira eso —dijo Marta, con una sonrisa que se le quebró de ternura—. Creo que acaba de intentar decir tío.

El viento del atardecer se llevó la última estela de la camioneta mientras, en el horizonte, el helicóptero aguardaba. Rolán subió sin mirar atrás, porque sabía que si lo hacía, no tendría el valor de marcharse.

Desde lo alto, al ver la casona perderse entre los árboles, pensó en la voz de su sobrino, en ese mamá tembloroso, que había sido más una caricia que una palabra.

Rolán intentaba mantener la mente despejada. Cada milla recorrida, lo acercaba a una verdad que se negaba a aceptar: su hermana, la misma mujer que había llenado la finca de risas y canciones, yacía inmóvil desde hacía días.

Al llegar al hospital, el olor a desinfectante le golpeó de inmediato. Saludó con un gesto breve a las enfermeras y caminó por el pasillo blanco hasta la habitación del fondo.

Allí, rodeada de máquinas y tubos, estaba Marian Vega, su hermana. La mujer que había sido su otra mitad desde niños.

Rolán se acercó despacio, sin decir palabra. Tomó su mano —fría, delgada— y se la llevó a los labios.

—Hermana… —susurró, con la voz quebrada—. El niño está bien. Hicimos lo que tú harías: correr tras él hasta encontrarlo. No te preocupes, no le falta nada.

La máquina a su lado emitía un pitido rítmico, constante, como un corazón ajeno que lo mantenía atado a la esperanza.

—Te prometí que lo cuidaría, ¿recuerdas? —continuó—. Pero no soy tú, Mary. No sé qué hacer con un niño que ríe, que llora, que corre y no entiende el peligro. Lo intento, pero… —respiró hondo— me da miedo fallarte.

Por un momento, creyó que los dedos de su hermana se movían, pero fue solo su imaginación.

—Despierta, por favor —susurró, apoyando la frente en el borde de la cama—. No puedo hacerlo solo.

El silencio fue su única respuesta.

Pasó un largo rato allí, en aquella quietud casi sagrada, hasta que finalmente se obligó a levantarse. Antes de irse a ver a los médicos, volvió a hablarle, con el mismo tono suave que usaba cuando eran niños.




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