El pitido del monitor siguió igual. No hubo milagro visible, ni movimiento alguno.
Aun así, una paz extraña se apoderó de él. Tal vez era la certeza de haber dicho lo que debía, o el consuelo de sentir su calor todavía ahí, bajo la piel fría del hospital.
Se acomodó de nuevo en la silla, con los ojos pesados. Antes de dormirse, sus dedos aún entrelazados con los de su gemela, murmuró una última promesa:
—Te esperaré, hermana. No importa cuánto tarde. Tu niño te espera… y yo también.
El reloj dio las tres cuando, finalmente, el sueño lo venció.
(***).
El sol de la tarde caía oblicuo sobre los jardines de la finca, tiñendo el aire con destellos dorados que parecían danzar sobre el césped húmedo. Las flores silvestres mecían sus tallos bajo una brisa suave, y los dos cachorros moteados brincaban entre ellas con la energía desbordante de quienes acaban de descubrir el mundo.
Zaira caminaba despacio, de la mano del pequeño Héctor, quien avanzaba tambaleante con esos pasos pequeños que parecen una batalla entre la curiosidad y el equilibrio. Su overol azul estaba salpicado de polvo y el sombrero que no soltaba, era demasiado grande para su cabecita, y se le ladeaba peligrosamente con cada movimiento.
—Vamos, mini cawboy —dijo Zaira sonriendo, tirando suavemente de su mano—. Despacito, que si te caes, nos caemos los dos, ¿eh?
El niño levantó el rostro hacia ella con una sonrisa que le iluminó los ojos. Balbuceó algo incomprensible, una mezcla de sonidos que sonaban a música para sus oídos.
—¿Ah, sí? —rió ella, inclinándose un poco—. ¿Y qué más? Cuéntame, señor conversación.
El pequeño respondió con un alegre conjunto de sílabas que se parecían a palabras pero aún eran puro intento.
—«Ba-ti… ma… guau…»
Ella fingió entenderlo a la perfección y asintió muy seria.
—Claro, claro… completamente de acuerdo. Aunque no sé si los cachorros opinan lo mismo.
Uno de los perritos se les adelantó, persiguiendo una hoja que el viento arrastraba, mientras el otro tropezaba con sus propias patas en su afán por alcanzarlo. Zaira soltó una carcajada.
—Estos dos son peores que tú, Héctor. ¡Ni nombres tienen todavía me dijo Marta y ya me tienen agotada!
El niño respondió con una risa contagiosa, esa que empieza en el pecho y estalla sin aviso, haciendo que hasta los pájaros del jardín parecieran acompañarlo. Zaira se dejó contagiar por aquella alegría pura. Por un momento, olvidó por completo que se hallaba en una finca enorme, rodeada de campo y animales, lejos del ruido ordenado de la ciudad y de sus problemas.
En ese instante, el sonido de un motor rompió la calma. La camioneta gris de Rolán avanzó por el camino de graba que bordeaba el jardín, levantando un leve polvo que se mezcló con el brillo dorado del atardecer. Zaira alzó la vista y se detuvo con el niño.
—¿Quién vendrá? —murmuró, ajustándose un mechón de cabello que el viento despeinaba.
El pequeño miró también hacia la entrada y, como si reconociera el sonido, empezó a agitar la mano.
—«Ti… ti… tí…» —balbuceó emocionado, con los ojos encendidos de alegría.
—¿Tí? —repitió Zaira, sonriendo—. ¿Eso qué quiere decir, pequeñito?
Pero el niño no respondió. Ya había soltado su mano y daba pasitos cortos hacia el camino, alzando los brazos en dirección al vehículo que acababa de detenerse.
La puerta se abrió y de ella bajó Rolán, con el rostro cansado, la camisa aún arrugada por el viaje pero muy guapo. Los ojos oscuros parecían traer consigo la mezcla de preocupación y ternura que solo un hombre que carga demasiadas responsabilidades puede tener.
Apenas vio al pequeño, su expresión cambió por completo: se suavizó, se iluminó, como si todo el cansancio del día se disipara al ver esos bracitos extendidos hacia él.
—¡Héctor! —exclamó con una sonrisa genuina—. ¡Pero mira quién me recibe!
—«Tí… ti… tíoooo…» —El niño soltó una carcajada y volvió a repetir, más claro, dando pequeños saltitos.
Rolán se agachó de inmediato, extendiendo los brazos.
—¡Sí, eso! ¡Tío! —dijo, riendo entre emoción y sorpresa—. ¡Lo dijo, Marta no me lo va a creer!
Zaira se quedó inmóvil unos segundos, observando aquella escena con el corazón encogido. El hombre que se acercaba era el mismo del mercado, aquel que ella había ayudado con las compras unos días atrás. El mismo que le había agradecido con una sonrisa distraída sin saber que el destino volvería a cruzarlos.
Cuando él levantó la vista, la reconoció también.
—Usted… —dijo, sin poder evitar una mezcla de sorpresa y alivio—. ¡La muchacha del mercado!
Zaira asintió, algo nerviosa.
—Vaya casualidad… o más bien destino, ¿no? —respondió con una sonrisa insegura—. No imaginé que volvería a verlo tan pronto.
Rolán avanzó unos pasos con Héctor en brazos, y justo cuando iba a extender la mano para saludarla, los dos cachorros, emocionados por su regreso, corrieron enloquecidos hacia ellos.