La mañana amaneció tibia, con un sol amable que se filtraba entre las hojas de los guayabos del jardín. El canto de los gallos se mezclaba con el murmullo de los peones preparando los caballos.
Zaira, que aún no terminaba de acostumbrarse a tanto silencio interrumpido solo por la naturaleza, se sorprendió mirando por la ventana con una mezcla de asombro y desconcierto.
Todo era demasiado… tranquilo. No había cláxones, ni pasos apurados, ni el bullicio de la ciudad que solía arrullarla sin descanso. Solo el sonido de una gallina que cruzaba el patio y el chillido ocasional de los cachorros jugando entre los arbustos.
—Demasiada paz —murmuró mientras se abrochaba la blusa y miraba al pequeño Héctor, que ya intentaba ponerse de pie—. ¿Tú cómo haces para no aburrirte aquí, mini cawboy?
El niño levantó la vista y respondió con un balbuceo alegre, mostrando sus cuatro dientecitos.
—¡Ti-o ti! —repitió con entusiasmo, señalando la puerta.
Zaira sonrió.
—No, ahora no vamos a ver a tu tío, cariño. Hoy iremos al pueblo a comprar tus cosas. Vas a tener tu cuna nueva, una silla para comer y… —bajó la voz fingiendo misterio— hasta juguetes nuevos, si te portas bien.
El pequeño aplaudió emocionado y los dos cachorros, al oír el ruido, comenzaron a saltar alrededor suyo como si también quisieran unirse al plan.
Poco después, Esteban, uno de los hombres de confianza de Rolán, apareció con la camioneta lista frente al portal. Era un hombre fornido, de barba poblada y sonrisa franca, acostumbrado al trato sencillo.
—Señorita Zaira, soy Esteban. El patrón me dijo que la acompañara al pueblo. ¿Listos?
—Sí, gracias, Esteban —respondió ella mientras subía al vehículo con el niño en brazos y una bolsa con sus pertenencias—. Espero que no le moleste que le hable todo el camino, porque el silencio aquí me está volviendo loca.
El hombre rió.
—Pues me temo que hoy tendrá bastante conversación. En el pueblo todos la van a saludar. No hay secretos en estas tierras.
—Ya lo voy aprendiendo —dijo Zaira con una sonrisa nerviosa mientras acomodaba a Héctor sobre sus piernas.
El viaje fue corto pero pintoresco. El camino serpenteaba entre árboles de mango, plátano y flamboyanes en flor. Las casas eran de madera o tejas, pintadas con colores alegres: azules, verdes, amarillos. En cada portal había alguien que saludaba con un gesto amable, y Zaira se descubrió devolviendo sonrisas sin darse cuenta.
—Buenos días, don Rogelio —gritó Esteban bajando el cristal para saludar a un anciano que barría la entrada de su casa.
El hombre levantó la mano y, al ver al niño, sonrió de oreja a oreja.
—¡Mira ese angelito! ¡Es igualito a la madre! —exclamó con nostalgia.
Zaira se removió, sorprendida por la familiaridad con la que la gente hablaba del pequeño. El pueblo, aunque pequeño, parecía tener memoria para todos los rostros.
—Aquí todos se conocen, ¿verdad? —preguntó.
—Desde hace generaciones —respondió Esteban—. Si uno estornuda, el otro lado del valle dice «salud».
Ella rió, sin saber si era broma o literal.
Al llegar al centro del pueblo, el bullicio amable de la gente la rodeó. Había un pequeño mercado con frutas frescas, un par de tiendas de ropa infantil, una ferretería y una farmacia con un toldo azul. La plaza olía a pan recién hecho y a tierra húmeda.
Zaira bajó del vehículo con el niño en brazos. Héctor agitó las manitas, fascinado por el ruido, los colores y los rostros sonrientes que se inclinaban a saludarlo.
—¡Pero qué bonito niño! —dijo una vendedora de verduras, mientras le ofrecía a Zaira una sonrisa—. Tiene los ojos de los Vega, inconfundibles.
—Gracias —respondió ella con timidez, sin saber cómo explicar que solo era la niñera.
En la tienda de artículos para bebés, Zaira se tomó su tiempo revisando cada cosa. Eligió una cuna de madera clara, un colchón firme, una sillita alta para comer, varias mudas de ropa cómoda, pañales, toallitas húmedas, biberones, un juego de mantas y hasta un pequeño caballito de madera que el niño no soltó en todo el recorrido.
—Este caballito será tu nuevo amigo, ¿eh? —le dijo Zaira mientras lo acomodaba sobre su hombro.
El niño respondió con un sonoro balbuceo:
—¡Ti-ti! ¡Cab-bá!
—Eso mismo, «caballo» —dijo ella divertida—. Ya ves, estás aprendiendo a hablar más rápido que yo a entenderte.
Esteban, que cargaba parte de las bolsas, comentó entre risas:
—Dicen que los Vega aprenden a montar antes que a caminar. No me extrañaría que este enano pida un caballo real el mes que viene.
—Dios me libre —dijo Zaira con humor—. Bastante tengo con mantenerlo lejos de los cachorros.
Siguieron recorriendo el pueblo hasta llegar a la farmacia. Zaira pidió cremas para bebé, un termómetro digital, pomadas y jabones suaves, mientras el pequeño jugueteaba con una caja vacía que la farmacéutica le ofreció para entretenerlo.