Un Poco Más Cada Día: Sandra siendo Sandra

Capítulo 1: El desmayo las grietas (1987-1992)

Receta: Agua de Panela con limón: El primer sorbo de la vida. Ingredientes: Agua de panela, zumo de un limón fresco, hielo picado. Preparación: Disolver la panela en agua tibia, añadir el limón y el hielo. Servir bien frío. Es simple, dulce y alivia la sed más profunda, pero no cura las heridas del alma ni el amargo sabor del abandono que cala los huesos, dejándolos helados.

Beatriz Suniaga había regresado al regazo familiar con el vientre abultado y el alma fracturada en mil pedazos, cada uno punzando con el recuerdo de lo perdido. El peso de sus veinticinco años se le antojaba insoportable, una losa de hormigón que le aplastaba el pecho, dificultando cada respiración, robándole el aire. Alberto, el hombre que había prometido un futuro idílico y un hogar cálido, tejiendo sueños con hilos de seda y mentiras, la había expulsado sin miramientos de su propia vida y de la casa que una vez compartieron, entregándola sin remordimientos a los brazos de Noelia, la vecina que, con una desfachatez hiriente, se había instalado en el lecho que fuera suyo. Embarazada, recién separada y despojada de sus pocos ahorros por una farsa legal –el supuesto notario que había oficiado su unión era en realidad un guardia de seguridad, un engaño más en la interminable lista de Alberto, una traición que se sumaba a las demás, ahondando la herida–, Beatriz no tuvo más opción, ni más refugio, que volver a la casa de sus padres: Fernando, el hombre de pocas palabras y mirada profunda que siempre había sido su roca inamovible, y María Cruz de Sousa, a quien cariñosamente llamaban Maricruz, la mujer de la que tanto había intentado distanciarse en su juventud, buscando su propia identidad.

La relación con sus padres, antes del torbellino destructivo que fue Alberto, había sido un remanso de amor incondicional y apoyo constante, un puerto seguro en la tormenta. Siempre habían desaprobado aquella unión, desde el momento en que ella, a solo tres semestres de graduarse de Administración de Empresas en la prestigiosa Universidad Metropolitana, una carrera que le aseguraría un futuro prometedor y una posición de privilegio, abandonó sus estudios para aceptar un puesto de recepcionista en un hotel, buscando una independencia prematura y, quizás, una forma de rebelarse. Sus padres, y en especial Maricruz, habían sembrado en ella la semilla de la independencia, la convicción de hacer lo correcto, de nunca limitarse por nada, ni siquiera por la humilde situación económica en la que se encontraban. Lo único que le pedían, su anhelo más ferviente, su súplica constante, era que ella estudiara, que se forjara como una profesional, una mujer dueña de su destino, libre de las ataduras de la dependencia. Pero Beatriz había elegido un camino distinto, uno que ahora la traía de vuelta, derrotada, vulnerable, y cargada de un peso que jamás imaginó, un fardo de desilusiones y un secreto creciente.

Lo que Beatriz no esperaba, al cruzar el umbral familiar de su antiguo hogar, era encontrarse con unos padres transformados, inmersos en una fe profunda, casi sectaria, que había teñido cada aspecto de sus vidas. Se congregaban todos los fines de semana en un culto dirigido por el pastor Daniel, un hombre de sesenta años con un carisma inquietante y un pasado que, curiosamente y de forma alarmante, distaba mucho de la pureza que su fe profesaba. El ambiente en casa se había vuelto sofocante, impregnado de discursos moralistas sobre el pecado, la redención y las decisiones "correctas" que, para Beatriz, sonaban a condena y juicio implacable. Su embarazo, lejos de ser una bendición divina o un milagro esperado, era visto como una consecuencia directa de su "pecado", una mancha indeleble que solo la fe podía purificar, una culpa que debía expiar públicamente.

Para Beatriz, cada día se arrastraba con un peso inusual, una losa que la oprimía, teñida de una frustración contenida que volcaba incesantemente sobre Alberto, el causante de su desdicha. Lo culpaba de su situación actual, de cada angustia que la carcomía en silencio, de cada lágrima derramada en la soledad de su habitación. Y cada vez que su nombre se colaba en una conversación, estallaba una discusión sin fin, una herida abierta que se negaba a cerrar, que supuraba dolor y resentimiento. Ahora, enterada de su embarazo, el trabajo en el hotel se había vuelto más que una necesidad económica; era una salvación, un ancla vital para ella y el bebé que venía en camino, su única esperanza de escapar de la asfixia familiar. Sus tareas eran monótonas, casi invisibles: atender el teléfono, registrar números y direcciones, servir el café a los jefes, en una rutina desoladora que apenas le dejaba tiempo para pensar. A pesar de haber ocultado su estado de embarazo durante cuatro meses, con la esperanza de prolongar su empleo lo máximo posible, intentaron despedirla con la endeble excusa de que "una embarazada no podía atender la recepción", un pretexto transparente que ocultaba la discriminación. No lo lograron; Beatriz, aferrada a sus derechos, fuerte por sus cuatro años de servicio intachable en el hotel, y con una valentía nacida de la desesperación, amenazó con interponer una demanda por acoso laboral, un último recurso que la llevó al límite.

Con su agudo sentido para las oportunidades, Beatriz exigió, al menos, una prueba de compromiso de la empresa: que le mantuvieran el seguro de salud. Era vital, una tabla de salvación en medio del naufragio, pues su hija merecía nacer con todas las garantías de salud posibles, sin importar las circunstancias. Esta decisión no era solo por Sandra; era también el eco de una necesidad profunda en Beatriz, una angustia personal que la había perseguido. Ella era consciente de una patología que arrastraba desde meses atrás, un secreto que guardaba con celo: endometriosis. Por eso, el doctor Asdrúbal le había recomendado intentar quedar embarazada con urgencia, antes de que la enfermedad avanzara y la posibilidad se esfumara para siempre, una carrera contra el tiempo. La decepción había sido un trago amargo; trece meses de intentos infructuosos habían sido un proceso agotador, un calvario emocional que la había dejado al borde del abismo, al límite de su resistencia física y mental. Pero el milagro ocurrió un 24 de diciembre de 1986. En plena cena familiar con Alberto, entre la música festiva que enmascaraba sus silencios y el eco de los licores que nublaban sus juicios, Sandra fue concebida. Aquella fecha, por efímera que fuera su alegría inicial, se convertiría en un hito crucial en su memoria, una ironía del destino que la marcaría para siempre, pues en febrero, apenas unas semanas después, ella encontró a Alberto con Noelia en su propia casa. Fue entonces, tras un desmayo repentino que la llevó al hospital, cuando la realidad la golpeó con toda su fuerza: estaba embarazada.




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