Un Poco Más Cada Día: Sandra siendo Sandra

Capítulo 4: La foto en la billetera

Receta: Hallacas: El arte de envolver la verdad. Ingredientes: Masa de maíz, guiso de carne, hojas de plátano. Preparación: Envolver con maestría, asegurando que el interior permanezca oculto hasta el momento de ser revelado. Es el secreto familiar, bien guardado bajo capas de tradición y silencio, que solo la inocencia, o el tiempo, puede desvelar, revelando lo que se oculta.

El eco de Alberto persistía en la vida de Beatriz como una melodía desafinada, una sombra alargada que se negaba a desaparecer del todo de su existencia, por más que ella lo deseara con todas sus fuerzas y su voluntad. Aunque se había esforzado con todas sus fuerzas por borrarlo de su mente, por convencerse de su inexistencia, por arrancarlo de raíz de su memoria y de su corazón, el vacío de la figura paterna para Sandra era una presencia constante y palpable en cada juego inocente y en cada pregunta tierna sobre "papá" que la niña, ahora más consciente de su entorno y de las ausencias en su vida, comenzaba a balbucear con insistencia. Beatriz había construido una pequeña ficción para protegerla, una historia de un padre "de viaje de trabajo", un ingeniero que recorría el mundo construyendo puentes y caminos en tierras lejanas y exóticas, una fábula tejida con la seda de la fantasía para proteger la delicada psique de su hija de la cruda realidad del abandono que podría quebrarla en mil pedazos. Una mentira piadosa, blanca como la nieve, como una foto bien guardada en la billetera, para que la pequeña Sandra no sintiera el peso aplastante de la ausencia, de la soledad.

Un día cualquiera, entre las facturas y los avisos de corte de luz que llegaban sin cesar al apartamento, el destino, con su ironía caprichosa, intervino de forma inesperada. Maricruz, con su renovado afán de ayudar y organizar el pequeño espacio, hurgaba en un viejo baúl de recuerdos familiares, lleno de objetos polvorientos y nostálgicos que evocaban un pasado lejano, cuando encontró una foto amarillenta de Alberto, sonriente, con la camisa de su empresa, un fantasma del pasado que resurgía de las profundidades de la memoria. Sandra, con la curiosidad inherente a sus pocos años y su inocencia desarmante, la tomó entre sus manitas regordetas, sus ojos infantiles fijos en la imagen, tratando de descifrarla, de comprender quién era aquel hombre. —¿Tío? —preguntó la niña, señalando la fotografía con su pequeño dedo, y esa palabra inocente perforó el corazón de Beatriz como una aguja afilada, un dolor punzante en el alma. Beatriz sintió un escalofrío que le recorrió la espalda, un pánico helado que la paralizó por un instante. La inocencia de Sandra era una daga afilada, clavándose directamente en su conciencia, en su fragilidad, revelando la vulnerabilidad de su engaño. Maricruz, al escuchar la pregunta, y percibiendo la tensión en el aire que se había vuelto denso, se apresuró a intervenir con una agilidad sorprendente para su edad. —Sí, mi amor, es el tío Alberto. Un buen amigo de tu mami que vivía lejos, por eso no lo vemos mucho. —dijo, lanzando una mirada cómplice a Beatriz, un pacto silencioso de protección que se sellaba en ese instante, un lazo invisible entre abuela y madre. La mentira, sutil y dolorosa en su esencia, se consolidaba. Aquel hombre, que había prometido un futuro y un hogar, y que se había desvanecido en la neblina del pasado sin dejar rastro, era ahora un "tío", una figura distante y benevolente que visitaba de vez en cuando en la imaginación de la niña, un personaje ficticio en su vida, una figura creada para llenar un vacío. La necesidad imperiosa de proteger a Sandra de la verdad cruda y de su posible impacto justificaba la invención de un personaje, un Alberto que no era el traidor y el abandonador, sino un familiar lejano, una foto en la billetera que solo mostraba una parte cuidadosamente seleccionada de la historia, ocultando el doloroso guiso interior de la verdad. Beatriz sentía el peso del engaño, una carga moral que la oprimía, pero el brillo de inocencia en los ojos de Sandra, al creer la historia, era su única y frágil recompensa, su consuelo efímero.




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