Un Poco Más Cada Día: Sandra siendo Sandra

Capítulo 7: Los domingos negros

Receta: Sopa de caraotas negras: La fe que alimenta y asfixia. Ingredientes: Caraotas, agua, sal, y una cuchara de devoción. Preparación: Cocinar hasta espesar, con la esperanza de que rinda y satisfaga. Es el alimento básico que nutre el cuerpo y el alma, pero a veces, la devoción puede ser un ingrediente amargo, capaz de asfixiar la razón y los lazos familiares, dejándolos resecos.

Los domingos, que antaño habían sido días de descanso, de comunión familiar y de reuniones bulliciosas en casa de Maricruz y Fernando, días de sol y alegría, se habían transformado, ominosamente, en "domingos negros", teñidos por la sombra omnipresente del culto del pastor Daniel. Aquella iglesia, que se había iniciado como un refugio de fe y consuelo para los afligidos y desamparados, un bálsamo para el alma, había mutado insidiosamente en un centro de exigencias financieras desmedidas, una máquina de extraer dinero de sus fieles con promesas vacías. El pastor, un hombre de sesenta años con un carisma inquietante y una oratoria envolvente que hipnotizaba a las masas, y un pasado turbio que se susurraba en las esquinas y se ignoraba por conveniencia, convencía a sus fieles de la necesidad imperiosa de "sembrar para cosechar la bendición", de entregar sus bienes para recibir la gracia divina y la prosperidad material. Y Maricruz, con su alma ingenua, su deseo de redención y su vulnerabilidad ante las palabras, era una de sus devotas más entregadas, una oveja obediente que seguía cada instrucción sin cuestionar, con una fe ciega.

—Hija, el pastor dice que Dios nos pide una ofrenda mayor para la nueva obra, para la expansión de su reino en la tierra. Dice que así seremos bendecidos y protegidos de la crisis, que la abundancia nos será devuelta multiplicada. —le decía Maricruz a Beatriz, sus ojos, antes tan vivaces y llenos de vida, ahora brillando con una fe ciega, casi fanática, mientras vaciaba el poco dinero que tenía en la alcancía del culto, sin dudarlo un segundo, como si fuera una obligación sagrada. Beatriz, que observaba con creciente preocupación y una rabia contenida cómo los ahorros de sus padres, ya mermados por la devastadora crisis económica que azotaba el país, se desvanecían en las manos hábiles y rapaces del pastor, sentía la rabia bullir en su interior, un volcán a punto de erupcionar, una furia justificada que la consumía. Los "domingos negros" se habían vuelto insoportables, una tortura semanal que le robaba la poca paz que tenía. La culminación de su frustración llegó una tarde, cuando Maricruz le pidió dinero a Beatriz para "una siembra especial", para una donación que, según el pastor, triplicaría sus bendiciones y les aseguraría un lugar en el cielo. Beatriz explotó, su voz resonando con una indignación que la consumía, un torrente de palabras sin freno. —¡Mamá, ¿hasta cuándo?! ¡Ese hombre los está estafando, te está quitando el pan de la boca! ¡No tienen ni para comer y le están dando todo, ¿no lo ves, no eres consciente de lo que está pasando?! —Su voz resonó en el pequeño apartamento, cargada de una acusación justa y desesperada. La discusión fue violenta, las palabras como cuchillos afilados que se lanzaban sin piedad, abriendo heridas profundas y reabriendo viejas. Maricruz, dolida en lo más profundo de su fe, con el alma herida, la acusó de impía, de no creer en las promesas divinas, de no tener fe, de ser una hija descarriada. Pero Beatriz, con la voz firme, inquebrantable en su convicción de proteger a los suyos, a su familia, se mantuvo. —No voy a permitir que ese hombre les quite lo poco que tienen. ¡Lo enfrentaré, no lo dudaré un segundo, no me detendré, cueste lo que cueste! Y así, Beatriz, en un acto de valentía desesperada, de amor feroz, se enfrentó al pastor Daniel en su propio templo, en medio de su congregación, exigiendo explicaciones y advirtiéndole, con una amenaza apenas velada en su mirada, que no se metiera más con su familia, que se alejara de ellos. Los "domingos negros" habían dejado una cicatriz profunda en el corazón de Maricruz, una herida de fe y de orgullo, pero también una reafirmación de la fuerza protectora de Beatriz, un muro de amor que, a veces, debía ser construido a base de confrontaciones dolorosas y sacrificios personales, como el sabor amargo de la sopa de caraotas que alimenta pero también asfixia.




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