Un Poco Más Cada Día: Sandra siendo Sandra

Capítulo 11: La enfermedad de Maricruz

Receta: Quesillo: La dulzura que se desvanece en capas. Ingredientes: Leche condensada, huevos, azúcar caramelizada. Preparación: Cocinar al baño María, capa a capa, hasta que la dulzura se asiente. A veces, las capas de la memoria comienzan a desvanecerse, dejando solo el sabor tenue de lo que una vez fue, un eco lejano de la dulzura perdida, como un sueño que se desvanece al despertar, dejando solo fragmentos.

Mientras Sandra se sumergía por completo en sus estudios universitarios, forjando su propio camino con dedicación y una pasión incipiente por la psicología, una nueva sombra, silenciosa y cruel, comenzó a cernirse sobre el hogar de los Suniaga. Maricruz, la abuela que había sido un pilar incondicional y una presencia constante en la vida de Beatriz y Sandra, la voz de la tradición y la sabiduría, empezó a mostrar signos de un declive inquietante, casi imperceptible al principio, como una fina capa de neblina. Pequeños olvidos cotidianos se volvieron lapsos más grandes y preocupantes, nombres que se borraban de su mente como si fueran escritos en arena, recuerdos que se mezclaban confusamente con el presente como capas de un quesillo que se disuelven lentamente, perdiendo su forma y su consistencia, revelando el vacío. El diagnóstico del doctor fue un golpe frío, un veredicto implacable que cayó como una losa sobre la familia: Alzheimer. La enfermedad, un ladrón silencioso e implacable, estaba robando la memoria de Maricruz, pieza a pieza, capa a capa, dejando un vacío inmenso y doloroso en el corazón de quienes la amaban.

Beatriz, que había pasado por la dureza física y emocional de su propia enfermedad, la endometriosis, ahora veía con impotencia cómo otra enfermedad, esta vez mental e implacable, atacaba a la mujer que la había sostenido y apoyado incondicionalmente, la misma que había sido su refugio y su guía. Era un "diccionario con las páginas arrancadas", como una vez Sandra, en un instante de lucidez poética y con una visión aguda que la caracterizaba, lo describió con una precisión dolorosa. Maricruz, en sus momentos de confusión más profunda, comenzaba a confundir a Sandra con una joven Beatriz, sus ojos, antes tan perspicaces y llenos de vida, ahora brillando con el recuerdo fugaz de un pasado que solo ella habitaba, un tiempo que solo existía en su mente fragmentada y que se desdibujaba con cada día que pasaba, como un dibujo borrado por el tiempo. —¡Ay, mi niña! Ya sabes que tienes que estudiar para no ser como yo, para que el conocimiento te dé libertad y te abra caminos, para que seas dueña de tu destino —le decía a Sandra, tocando su cabello rojizo, que Sandra ahora solía teñir de un rubio vibrante, un acto inconsciente de "borrar" la herencia visible de un pasado que la ataba al abandono de Alberto, una forma de afirmarse—. ¿Ya fuiste a la universidad Metropolitana? ¿Ya te graduaste? Dime. Sandra, con una madurez que superaba con creces su edad y una paciencia infinita, seguía el juego con una ternura inmensa, una comprensión que iba más allá de las palabras, mientras Beatriz, a su lado, contenía las lágrimas que amenazaban con desbordarse, sintiendo el dolor ajeno como propio, el peso de la pérdida. La enfermedad de Maricruz era una cruel ironía del destino, un recordatorio doloroso de cómo el tiempo puede desdibujar incluso los lazos más fuertes, dejando solo la dulzura desvanecida de lo que una vez fue, un eco lejano de la memoria, como el sabor final de un quesillo que se diluye. Beatriz y Sandra, ahora juntas en esta nueva etapa de cuidados, se convirtieron en las cuidadoras de la abuela, aprendiendo a navegar por los laberintos intrincados de una mente que se perdía, honrando las capas de dulzura y amor que aún persistían, inquebrantables, en el fondo de su ser, un amor que trascendía la enfermedad.




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