Receta: Empanadas de Cazón: Los fragmentos de una historia amarga. Ingredientes: Harina de maíz, cazón guisado. Preparación: Rellenar la masa y freír. Son los pequeños pedazos de una historia que, aunque se intenten cubrir con una capa de masa, siempre tienen un sabor distintivo y, a veces, amargo, revelando su esencia más profunda y sus verdades ocultas, ineludibles.
Diciembre de 2016
La sala de espera del Hospital Militar olía a cloro y a café recalentado, una mezcla asfixiante que se adhería a la piel y a los sentidos, prometiendo un desenlace incierto y, quizás, doloroso. El ambiente estaba cargado de un silencio tenso, solo roto por el murmullo ocasional de las voces bajas y el sonido de las máquinas médicas. Sandra, ahora una mujer de 29 años, psicóloga en ciernes con una maestría por delante, observaba cómo la lluvia golpeaba con insistencia las ventanas, con una monotonía rítmica que la hipnotizaba, como si quisiera lavar la pena del mundo y de las almas que allí esperaban en silencio. En sus manos, el parte médico decía: "Alberto López, 58 años. Afasia severa post-ACV. Pronóstico reservado". El nombre, el apellido, el número de identificación, eran fragmentos dispersos de una historia amarga que ella creía haber digerido por completo, haber dejado atrás, haber cerrado el capítulo, pero que ahora se presentaban con una crudeza inesperada, cobrando nueva vida y exigiendo una confrontación.
—No tienes que entrar, mi niña —Beatriz le rozó el hombro con suavidad, su voz apenas un murmullo de comprensión y dolor compartido, un eco de viejas heridas que aún latían, punzantes—. Él nunca estuvo ahí para ti, nunca se hizo cargo de nada. No le debes nada, ni una visita.
Sandra apretó el documento arrugado entre sus dedos, sintiendo la textura áspera del papel y el peso de las palabras que contenía, cada una una acusación. Recordó la única vez que Alberto, el hombre que ahora yacía inerte en una cama de hospital, fue a su recital de primaria. Llegó tarde, con un peluche sucio y un aliento a ron que delataba sus vicios ocultos, un fragmento confuso que siempre la había atormentado, un recuerdo distorsionado por la inocencia infantil. Pero también recordó las tajadas dulces que Maricruz le hacía los domingos, diciéndole con ternura engañosa que eran "las favoritas de tu papá", alimentando la mentira con dulzura, construyendo una fantasía que ahora se desmoronaba por completo.
—No lo hago por él, mamá —respondió Sandra, levantándose de la silla con una determinación fría y calculada, su voz firme, sin vacilación. Había en ella una resolución inquebrantable, una voluntad de justicia que no admitía objeciones, una madurez forjada en la adversidad y el abandono—. Lo hago para saber qué cara poner cuando te diga que contraté a un abogado para demandarlo por la pensión que nunca pagó. Para que pague por lo que hizo, por todo lo que nos quitó, por todo el daño que causó.
Beatriz contuvo una sonrisa orgullosa, una que se expandió lentamente por el rostro marcado por la vida, por los años de lucha y sacrificio, un gesto silencioso de reconocimiento a la mujer fuerte e inquebrantable en la que Sandra se había convertido, un reflejo de ella misma, pero aún más poderosa, más completa.
Dentro de la habitación, Alberto era una versión marchita y desdibujada de sí mismo, una sombra espectral de lo que una vez había sido, un hombre derrotado por el tiempo y las consecuencias de sus actos. La mitad de su rostro colgaba como cera derretida, inerte, y sus ojos, velados por el cansancio y el dolor, miraban un punto fijo en la pared, sin vida, sin reconocimiento. El aire estaba impregnado de un olor a medicina y a abandono. Al ver a Sandra, intentó hablar, sus labios se movieron con esfuerzo, un intento patético de comunicación, pero solo salió un sonido gutural, un lamento informe, incapaz de articular palabras, de pedir perdón, de expresar arrepentimiento. La afasia, esa cruel ironía del destino, le había robado las palabras, la capacidad de defenderse, de explicar su abandono, de rogar por clemencia, dejándolo mudo ante su hija.
Ella se acercó lentamente, con pasos firmes y decididos, y tomó su mano —la misma mano que años atrás, simbólicamente, había firmado el abandono legal de su hija, la que había preferido la sombra a la luz, la responsabilidad al escape, la verdad a la conveniencia—.
—Shhh… —le dijo, con una voz calmada pero cargada de una autoridad y una madurez que ahora poseía plenamente, una voz que no dejaba lugar a dudas—. No necesito tus palabras. Ya sé lo que dirías: "No pude", "No supe", "Lo siento"… pero eso ya no importa. Ya es tarde. La verdad ya salió a flote, como los ingredientes de un sancocho.
Fuera, la lluvia seguía cayendo, incesante, lavando las calles y las culpas de la ciudad, un diluvio purificador que no alcanzaba a las almas. Como las lágrimas que Alberto no podía controlar, que resbalaban por la parte inerte de su rostro, un lamento silencioso que, por fin, se derramaba sin barreras, inútil, en un mar de arrepentimiento tardío, sin palabras para expresarlo.
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aprendizaje, amor desilusion encuentros inesperados, resiliencia y nuevas oportunidades
Editado: 10.06.2025