Un Poco Más Cada Día: Sandra siendo Sandra

Capítulo 13: El nombre en la tesis

Receta: Torta de piña: Un resultado dulce y la inversión de los roles. Ingredientes: Piña, azúcar, harina, huevos. Preparación: Caramelizar la piña al fondo del molde, luego añadir la masa. Al desmoldar, la piña queda arriba, invirtiendo el orden. Es el resultado que invierte las expectativas, revelando una nueva verdad donde lo que estaba abajo, emerge victorioso, dulce y prometedor.

El auditorio de la Universidad Central de Venezuela, en medio de la Caracas convulsa y ruidosa, con sus edificios emblemáticos y su historia, vibraba con una luz inusual aquel día, un halo de esperanza y logro que disipaba la penumbra del país. Sandra, ahora una mujer con el cabello teñido de un rubio brillante, un matiz que no era solo estética sino una declaración sutil de su propia identidad, de su autonomía forjada en la adversidad y las cicatrices del pasado, se alzaba en el estrado con una confianza adquirida que proyectaba fortaleza. Había llegado el momento culminante de presentar su tesis para obtener el título de psicóloga, una meta alcanzada con inmensos sacrificios, incluyendo la venta de joyas familiares que, en su momento, representaron la esperanza y el futuro. Su trabajo, meticulosamente investigado y escrito con una pasión palpable, llevaba un título que resonaba profundamente con su propia historia, con las cicatrices invisibles de su alma y la resiliencia de su espíritu: "Hijos de padres ausentes en Latinoamérica: Resiliencia y construcción de identidad".

Beatriz y Fernando, sentados en las primeras filas del auditorio, con los ojos fijos en Sandra, cada uno viviendo el momento a su manera, observaban a su hija con un orgullo que les llenaba el pecho, una emoción tan vasta que apenas podían contenerla. Fernando, con su silencio habitual, asentía con la cabeza, sus ojos húmedos. Maricruz, aunque presente físicamente en el lugar, con su mirada a veces perdida y su mente en los laberintos intrincados de su enfermedad, vivía en los recuerdos fragmentados de su memoria, donde Sandra era a veces la hija, a veces la nieta, a veces una joven Beatriz de un pasado lejano y desdibujado. Sin embargo, su sonrisa, tenue pero genuina, un destello de lucidez en su rostro, era un reconocimiento silencioso a un momento trascendente, un eco de la felicidad que, a pesar de todo, aún podía sentir.

Sandra habló con pasión, con la voz firme y clara de quien ha encontrado su propósito en el dolor ajeno, en la comprensión profunda de las heridas del alma y en la búsqueda de sanación. Analizó casos complejos, presentó teorías innovadoras con una elocuencia sorprendente, pero en cada palabra, en cada inflexión de su voz, había un eco inconfundible de su propia experiencia, un velo transparente que solo Beatriz, con su sensibilidad de madre y su conocimiento íntimo del pasado, podía percibir y comprender en su totalidad. Al final de su exposición, al agradecer a sus asesores y a su familia, Sandra miró directamente a Beatriz, sus ojos encontrándose en un instante de profunda conexión, un entendimiento silencioso que trascendía las palabras, una comunión de almas. —Y a mi madre —dijo, con una voz que se quebró ligeramente por la emoción que la embargaba, pero que rápidamente recuperó su firmeza y su fuerza—, a quien le debo todo, absolutamente todo, mi existencia y mi ser. Ella me enseñó que, aunque te rompan un hueso, la vida te obliga a sanar, a levantarte, a seguir adelante, y que la resiliencia es el verdadero nombre de la herencia. Su nombre, el de ella, es el único que importa en mi vida, el único que llevo con orgullo.

Un aplauso atronador llenó el auditorio, resonando con la fuerza de un reconocimiento unánime y sincero, un eco de admiración. Sandra, la "defensora de la humanidad" por nombre y por vocación, había encontrado su voz, no solo en la academia, en el rigor intelectual, sino en la validación profunda de su propia historia, de su propio dolor y su capacidad de superación. La torta de piña de su vida se había desmoldado con éxito, revelando que la dulzura y el fruto estaban en la superficie, que los roles se habían invertido, que la hija era ahora, en muchos sentidos, la maestra de su madre, su guía. Beatriz, la madre que había sacrificado su carrera, su relación, incluso su identidad por su hija, veía ahora el fruto de su esfuerzo titánico, la recompensa de su amor incondicional, la materialización de sus sueños. Sandra no solo llevaba el apellido Suniaga con orgullo, sino que honraba un legado de fortaleza, de tenacidad y de amor que nadie, ni siquiera un padre ausente y una sociedad conservadora, podría borrar jamás de su esencia.




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