Un Poco Más Cada Día: Sandra siendo Sandra

Capítulo 16: El Sabor del Aire Nuevo

Receta: Pan de Horno: La masa que se eleva más allá de las fronteras. Ingredientes: Harina, levadura, agua tibia, un trozo de alma, la esperanza de un nuevo amanecer. Preparación: Amasar con fuerza, dejar leudar en silencio en un lugar cálido, hornear hasta que el aroma dulce y familiar llene un nuevo espacio. Es la promesa de que el hogar no es un lugar físico, sino una sensación que se lleva consigo, capaz de crecer y nutrirse en cualquier tierra, incluso en la más lejana y desconocida, transformándose.

La conversación inevitable con Maricruz se había extendido por semanas, un lento desgarro tejido con lágrimas y argumentos que parecían no tener fin. Maricruz, en sus momentos de lucidez, suplicaba con voz quebrada, se aferraba a la mano de Beatriz con una fuerza que la enfermedad no había logrado robarle por completo, un último vestigio de su voluntad. "No te vayas, hija. ¿Qué será de nosotros sin ti y sin mi niña, la luz de mis ojos?". En otras ocasiones, su mente la traicionaba sin piedad, y Sandra y Beatriz se convertían en figuras difusas, personajes de un pasado que solo existía en el laberinto de su Alzheimer, en una memoria que se desdibujaba. Fernando, el pilar silencioso y estoico, observaba el drama con el dolor de quien ve a sus seres queridos despedazarse, su rostro surcado por una resignación profunda que lo envejecía. Había sido él quien, una tarde, en un murmullo apenas audible, con la voz cargada de pesar, le había dicho a Beatriz: "Tienes que irte, hija. Por Sandra. Esto ya no es vida, esto es una lenta agonía". Sus palabras, cargadas de una sabiduría doliente y una verdad ineludible, fueron el último empujón que Beatriz necesitaba, la confirmación de que su decisión era la correcta.

La decisión final se tomó en una noche de apagón, bajo la luz parpadeante y titilante de una vela, mientras el eco de cacerolazos lejanos resonaba en la ciudad, un lamento colectivo. Sería España, una tierra lejana pero familiar, con un idioma que se sentía como un abrazo y la promesa de un aire nuevo, de un futuro incierto pero lleno de posibilidades. La despedida en el aeropuerto de Maiquetía fue una escena de silenciosa devastación, una procesión de lágrimas contenidas y abrazos apretados. Maricruz, en uno de sus días más confusos, se aferraba a una muñeca vieja, llamándola "Beatriz de niña", sin reconocer del todo a la mujer adulta y fuerte que se despedía de ella, envuelta en la pena. Fernando, con los ojos vidriosos y el corazón roto, abrazó a su hija con una fuerza que era una despedida final y una bendición para el camino que emprendía. "Cuídense, mis niñas. Aquí las esperamos. Siempre, siempre serán bienvenidas de vuelta". El abrazo de Sandra a sus abuelos fue largo y lleno de un dolor infantil, una promesa rota, pero necesaria para la supervivencia. El avión despegó, y mientras Caracas se hacía pequeña bajo la ventana, un mapa de luces titilantes que se desvanecían, Beatriz sintió el nudo en la garganta y las lágrimas corriendo libremente por sus mejillas, una mezcla de alivio por el escape y una profunda tristeza por lo que dejaba atrás. Era el sabor del dulce de lechosa, agridulce y transformador, un adiós a lo verde para abrazar lo que estaba por venir, la promesa de una nueva vida.

Los primeros meses en Madrid fueron una extensión de la lucha por la supervivencia, una adaptación constante. El pequeño apartamento de un solo ambiente, apenas suficiente para ambas, el trabajo a tiempo parcial en un café, sirviendo mesas y limpiando, la burocracia interminable y frustrante que requería paciencia. Pero el aire era distinto. No había apagones que sumieran la ciudad en la oscuridad, el agua corría sin interrupciones, y la incertidumbre económica, aunque presente en cualquier país, no era la misma opresión asfixiante que en Venezuela, no se sentía la misma desesperación. Sandra, con la madurez y la resiliencia forjadas en la adversidad, se adaptó con una velocidad sorprendente, su inteligencia y su tenacidad brillando en el nuevo entorno. Pronto consiguió un trabajo a tiempo parcial en una librería, un refugio entre libros, mientras completaba su maestría en psicología. Su tesis sobre "Hijos de padres ausentes" se convirtió en el faro de su camino profesional, una guía para su propósito. Al graduarse, encontró empleo en una ONG que trabajaba con niños migrantes, muchos de ellos venezolanos, marcados por las mismas ausencias y los mismos silencios que ella había conocido en su propia infancia. Su voz, ahora fuerte y llena de empatía, se convirtió en un bárbamo para esas almas heridas, una fuente de consuelo.

Beatriz, por su parte, encontró una paz que no sabía que le había sido robada, una calma que no había sentido en años. Los dolores de la endometriosis, aunque persistentes, eran menos agudos, como si el estrés crónico de su vida anterior los hubiera exacerbado, como si al cambiar de aire, su cuerpo también encontrara un respiro. Recordó las recetas de Maricruz, aquellos sabores complejos que eran parte indeleble de su identidad, de su historia, un legado que ahora podía honrar. Con un pequeño préstamo, y la ayuda incondicional de Sandra, abrió un modesto local de comida venezolana en un barrio madrileño, al que llamó "El Sabor del Aire Nuevo". Al principio, solo vendía arepas y empanadas, pero pronto, las hallacas navideñas y el asado negro de su madre se convirtieron en un éxito rotundo entre la diáspora venezolana y los curiosos locales. Cocinar era su forma de honrar sus raíces, de mantener viva una parte de Venezuela en su nuevo hogar, y de transformar la nostalgia en una promesa tangible, en un negocio próspero.

Una mañana soleada, mientras amasaba la harina para el pan de horno, el aroma dulce a levadura y esperanza llenó el pequeño local, envolviéndola en una sensación de hogar. Sandra entró, radiante, con una sonrisa amplia, trayendo consigo noticias de un nuevo proyecto para la ONG, un desafío emocionante. Se sentó en una de las mesas de madera, observando a su madre con una sonrisa tierna y un profundo respeto, una conexión inquebrantable entre ambas. Beatriz, con las manos enharinadas y el rostro sereno, la miró, sus ojos reflejando una vida de lucha y triunfo. Habían pasado años desde que salieron de Venezuela, años de esfuerzos, de construcciones y reconstrucciones de sus vidas. Ya no eran las mismas mujeres que habían partido; la adversidad las había transformado, fortalecido. Maricruz vivía en la quietud de su enfermedad, en un mundo de recuerdos fragmentados, y Fernando enviaba postales con frases cortas pero llenas de amor, pequeños hilos que las unían a la tierra natal. Alberto, la sombra del pasado, se había desvanecido en la lejanía, en el olvido.




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