Escrita antes de la enfermedad, encontrada años después:
"Mi querida nieta Sandra, luz de mis ojos, la esperanza que ilumina mi ocaso, la razón de mis últimos suspiros conscientes,
Si estás leyendo esto, es porque el tiempo, ese ladrón silencioso e implacable que no perdona, ya me ha robado la memoria, ya me ha quitado lo que soy, dejando solo ecos y sombras de mi pasado. No sé si sabré quién soy, o si recordaré tu rostro cuando me mires con esos ojos tan profundos y sabios, tan parecidos a los de tu madre. Pero quiero que sepas una cosa, una verdad que nunca pude decirte bien, ni a ti ni a tu madre, con la claridad y la ternura que merecían: el amor, en su forma más pura, más compleja y a veces más dolorosa.
Tu mamá, mi Beatriz, siempre fue un torbellino de fuerza y determinación, un espíritu indomable que no se rendía. Un terremoto que no se doblaba ante nada, que no cedía, que enfrentaba cada embate de la vida con una valentía que a mí, debo confesarlo, me asustaba y me dejaba sin aliento. Yo, mi niña, fui una mujer de reglas estrictas. Criada así, bajo el yugo de lo que se "debía" hacer, de las convenciones sociales que me oprimían y que creí eran la única verdad. Y el mundo, para mí, era un lugar donde las mujeres debían ser fuertes, sí, pero siempre dentro de unos límites estrictos, unos corsés invisibles que me oprimían y que, sin darme cuenta, intenté imponer a tu madre. Tuve miedo por tu madre, mucho miedo, un pánico que me carcomía por dentro. Miedo de que sufriera lo que yo sufrí en mi juventud, de que la vida, con su crueldad, la partiera en mil pedazos, como me había partido a mí en el pasado. Y en mi miedo, en mi propia inseguridad y mi afán desmedido de protegerla, fui dura con ella, demasiado dura, lo sé ahora. Fui el pastor Daniel, a veces, con mis propias palabras, con mis propios juicios y sentencias, sin darme cuenta del daño profundo que causaba en su alma joven y vulnerable.
Siempre te vi, mi Sandra, con esos ojos tan parecidos a los de tu madre, tan llenos de vida y curiosidad. Y a veces, en un espejismo de la memoria que ahora se fragmenta, te veía a ella, a mi Beatriz, de niña, correteando por la casa con una energía inagotable y una alegría contagiosa. Y me arrepentía de mis errores, de mis palabras duras, de mis decisiones equivocadas que nos separaron. No sabes cuánto me dolía ese arrepentimiento, una herida que no cerraba. No pude protegerla del dolor que le causó tu padre, Alberto. Ese hombre… ¡ay, ese hombre! Pero ella te tuvo a ti, mi milagro, mi razón de ser, mi consuelo. Y tú, mi niña, eres su fuerza, su motor, el aliento que la impulsa. Eres la razón por la que se levanta cada día, un poco más, para seguir luchando, para seguir adelante, para construir un futuro. Eres su inspiración más profunda, su razón de vivir, su todo.
No sé qué te contará la historia, los libros de historia, pero yo quise mucho a tu padre, Fernando. Él me salvó de un infierno que no te puedo contar con palabras, de un pasado de dolor, de maltrato y de oscuridad que aún me persigue en sueños. Él me enseñó lo que es el amor verdadero, el que no daña, el que construye, el que sana las heridas más profundas. Y yo, a mi manera, con mis limitaciones y mis miedos, intenté enseñarle eso a tu madre. Fallé, lo sé, fallé en muchas ocasiones, me equivoqué. Pero el amor de una madre, Sandra, lo puede todo, absolutamente todo, es la fuerza más grande del universo. Aunque a veces duela, y aunque a veces, la memoria se apague, y el mundo se vuelva un lienzo en blanco, el amor, ese amor puro, permanece inquebrantable en el corazón, una llama eterna.
Sé quién eres. Eres Sandra. Eres fuerte. Eres lo que tu madre y yo, con todos nuestros errores, con todas nuestras imperfecciones, logramos crear juntas, con amor y sacrificio. Cuídala mucho, a tu madre, es lo más preciado que tienes. Y cuídate tú, mi niña, porque eres el futuro, la esperanza, la continuación de nuestra historia.
Con todo el amor que mi alma guarda, incluso en la oscuridad de la memoria,
Tu abuela, Maricruz."
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Editado: 10.06.2025