Caminando entre los árboles no lograba encontrar mi camino. Sabía que me encontraba en Encenard, pero en qué parte y cómo había llegado ahí era un misterio. Me sentí tan perdida como mi primera noche aquí, sola, con frío y asustada. La fuerte nevada hacia mi situación aún peor. De pronto lo vi: a unos metros de mí distinguí la inconfundible figura de Esteldor, alto, apuesto y fornido. Sonreí de manera involuntaria. Suspiré aliviada mientras caminaba hacia mi esposo. Él con toda seguridad sabría dónde estábamos y cómo regresar al castillo. Noté que el rey se alejaba de mí y apreté el paso. Esteldor no se había percatado de mi presencia, seguramente la nevada le cortaba la visibilidad.
—¡Esteldor! —grité lo más fuerte que fueron capaces mis pulmones.
El rey no me escuchó, mi voz se ahogaba en el helado viento que soplaba con fuerza. Comencé a correr, temiendo perderlo de vista.
—¡Esteldor, espera! —volví a gritar.
Mi esposo se encontraba cada vez más lejos, sin importar todo el empeño que le ponía a correr la distancia entre nosotros no dejaba de crecer.
Mi pie tropezó con una roca y caí de bruces al suelo. Mi barbilla golpeó contra la nieve y el golpe me hizo sentirme desubicada unos instantes. Cuando volví a levantar la vista, Esteldor ya no estaba por ninguna parte. Gemí asustada, pero no perdí tiempo para ponerme de pie. Esteldor no podía estar lejos. Continué corriendo mientras miraba en todas direcciones. Giré en uno de los enormes árboles e hice un alto total.
Una figura alta e imponente se encontraba de pie frente a mí, mirándome fijamente. Nunca nos habíamos visto antes en persona, pero lo reconocí por todas las pinturas que había de él en en castillo: El rey Sandor Autumnbow.
Di un paso hacia atrás, asustada por la mirada penetrante de mi suegro y por la vaga noción de que sabía que él llevaba varias décadas muerto. ¿Cómo era que ahora lo tenía cara a cara como a cualquier persona de carne y hueso?
De una zancada, Sandor me dio alcancé y tomó mí brazo con fuerza.
—Winterberg —dijo con voz profunda—. Winterberg.
Abrí los ojos de golpe, empapada en sudor y con el corazón agitado. De nuevo había tenido uno de esos extraños sueños con el rey Sandor. Me giré a un costado y enterré la cabeza en la almohada. Ya estaba cansada de estos sueños. Noche tras noche era lo mismo, el rey Sandor se presentaba ante mí y repetía la misma extraña palabra Winterberg. Sandor no tenía ninguna consideración por mí, ni por el hecho de que mis días estaban llenos de estrés y necesitaba todas las horas de sueño posible.
Me removí en la cama y giré hacia el otro lado. Al notar el lugar vacío junto a mí, mi molestia se convirtió en aflicción. Qué ridículo era enojarse en sueños cuando la realidad era tan triste. Mi esposo Esteldor no estaba aquí conmigo. Llevaba tres semanas que no sabíamos de él y con cada día que pasaba lo extrañaba más. Esteldor había salido para buscar ayuda en la guerra que se avecinaba en contra de Poria, nuestro reino enemigo. No tenía la menor idea de cuánto tiempo le tomaría volver, pero tres semanas comenzaban a parecerme excesivas. Necesitaba a Esteldor como necesitaba el aire y ya no quería pasar más tiempo alejada de mi esposo.
Mi garganta se cerró por la aflicción de extrañar tanto al rey. Sentí cómo las lágrimas se comenzaban a agolpar en mi ojos. Me puse de pie rápidamente y comencé a caminar por la habitación. Debía mantenerme fuerte, Esteldor regresaría en cualquier momento y yo debía cumplir con mis deberes hasta su llegada.
Me asomé por el balcón hacia el Jardín de la Reina, aún no amanecía, pero sabía que me sería imposible conciliar el sueño de nuevo. Sin nada que hacer hasta que saliera el sol, comencé a deambular por el castillo como un fantasma en pena. Todos los habitantes dormían plácidamente, incluidos los duendes de servicio. Pasé por la recámara de Mildred y luego por la de Dafne, ambas se encontraban disfrutando de un sueño reparador. Llegué frente a la oficina de Esteldor y recargué mi mano sobre la enorme puerta de madera. Jamás imaginé que fuera posible extrañar tanto a alguien hasta el punto de sentir dolor físico.
Sin darme cuenta, pasaron varias horas y el día comenzó a clarear. Poco a poco el castillo despertó. Escuché los pasos de los duendes encargados de traer agua y preparar los desayunos en los pisos inferiores.
Di vuelta por el pasillo para regresar a mi habitación para alistarme cuando inesperadamente me topé de frente con Teodoro Schubert, el administrador del reino y mano derecha de Esteldor.
—No esperaba encontrarlo por aquí tan temprano —dije apenada de encontrarme a Teodoro en bata de dormir y sin peinar.
—Majestad, buenos días. Hay muchos pendientes que deben ser atendidos y preferí no perder tiempo. El deber nunca duerme, ni toma respiros —me informó Teodoro con su usual seriedad.
—Bien, pues… en ese caso no le quito el tiempo, prosiga —respondí evadiendo su mirada, aunque ya sabía que en su mente el administrador me estaba criticando por pasearme por el castillo en ropa de dormir.
—Le deseo una placentera mañana, Majestad —dijo el administrador con una inclinación de cabeza.
El hombre siguió su camino, me sentí aliviada de verlo alejarse, pero de pronto la obligación con mi reino fue más fuerte que yo.