Un príncipe para el reino

Capítulo 4: Una idea

Clavé mi mirada en Dafne, quien intentaba resolver algunas sencillas operaciones matemáticas con el ceño fruncido por el esfuerzo. Esbocé una leve sonrisa, las matemáticas tampoco habían sido de mi agrado cuando iba al instituto, regresé mi atención al libro sobre mi regazo, solo para alzar los ojos una vez más en cuanto Dafne tiró el lápiz al tiempo que soltó un gruñido de frustración.

—Esto es demasiado complicado —exclamó irritada—, prefiero tomar lecciones de pintura con la señorita Bernard.

—Me temo que Milly está en cama con dolor de cabeza, tendrás que resolver las ecuaciones, Dafne. Es necesario que todas las personas sepamos sumar, restar, dividir y multiplicar.

Dafne cruzó los brazos e hizo un puchero.

—Hoy es día de audiencias, ¿por qué no se encuentra en el Salón de la Reina, querida Annabelle? —preguntó la niña.

Sabía que Dafne solo buscaba un tema para desviar mi atención y así evitar tener que hacer sus deberes, pero su pregunta fue como una bofetada. Las solicitudes de audiencias eran prácticamente nulas, la gente no quería nada que ver con la reina “asesina”. Cerré los ojos y llamé a Esteldor con el corazón. Por favor vuelve, ya no quiero estar más aquí sin ti.

—Tienes razón, Dafne. Se me hace tarde, te dejo bajo la supervisión de Nayra —respondí una vez que abrí los ojos.

Me puse de pie y salí de la biblioteca. Al encontrarme en el pasillo caí en cuenta del tiempo de sobra que tenía y decidí practicar un rato los conocimientos de combate que Esteldor me había inculcado el verano anterior. Era importante que no dejara que las habilidades que había obtenido se perdieran por falta de uso.

Al salir por la puerta Este hacia la explanada de entrenamiento, me encontré con una escena inesperada: Turi, el duende encargado de cuidar la entrada del castillo, y Zayn, uno de los duendes que cuidaban de los aposentos reales, combatían a modo de juego con espadas de madera imitando los movimientos que habían visto durante los entrenamientos de los jóvenes del reino. Aunque a simple vista sus esfuerzos parecían infantiles, al observarlos con detenimiento caí en cuenta del ímpetu que ambos ponían en su pequeña batalla. Tal vez su fuerza era poca comparada con la de un hombre adulto, pero le estaban poniendo todo el empeño. Una vez que ambos duendes se agotaron, y sin aún haber reparado en mi presencia, se tiraron al suelo para recuperar el aliento.

—Eso ha sido grandioso —exclamé con una sonrisa mientras me acercaba a ellos.

Ambos duendes se sobresaltaron al escuchar mi voz y se pusieron de pie al instante para hacer una reverencia.

—¡Su Majestad! Por favor, perdone nuestra imprudencia, no ha sido nuestra intención enojarla —se disculpó Turi con el rostro sonrojado de vergüenza.

—¿Enojarme? ¿Por qué crees que estoy enojada? Fue un placer verlos luchar, son bastante talentosos —respondí de forma sincera.

—Por favor, su Majestad, no crea que somos insubordinados. Sabemos bien que no podemos contribuir en nada a la defensa del reino, pero solo soñábamos despiertos –explicó Zayn con la mirada clavada al suelo, en señal de vergüenza.

—¿Quieren decir que les gustaría formar parte del ejército? —pregunté con sorpresa.

—Por supuesto, Majestad, qué más querríamos que ser valientes como los jóvenes que están preparando para la batalla —me explicó Turi—, pero bien sabemos que eso es imposible.

Extendí mi mano y Zayn me entregó su espada. Era ligera, como un juguete para niño, y de pronto una idea me vino a la mente.

—Todo el mundo puede contribuir con algo. Nadie es demasiado pequeño para defender lo que ama —musité con la mirada clavada en la espada—. Disculpen, debo irme.

Salí corriendo de la explanada y ordené un carruaje de inmediato. Le pedí a Byru, el duende chofer, que me llevara de inmediato a casa de Teodoro. Casi no podía contenerme de la emoción, las palabras quemaban mi lengua, suplicando ser dichas.

Llegué a casa de Teodoro al atardecer, el sol se ocultaba en el horizonte conforme yo descendía de la carroza. Miré por fuera la morada Schubert, la solemne casa del administrador del reino era un ejemplo de sencillez y buen gusto, no se parecía en nada a las ostentosas casas del resto de los caballeros, sino que se mantenía modesta a pesar de contar con grandes lujos a los que solo unos cuantos en Encenard tenían acceso. Byru iba a llamar a la puerta, pero yo le gané y comencé a aporrearla. El duende que abrió la puerta no pudo ocultar la molestia por la falta de decoro que yo estaba mostrando, pero su molestia se convirtió en asombro de inmediato al ver que se trataba de mí.

—Su… ¡Majestad! –exclamó atónito.

—Buenas tardes, necesito hablar con el caballero Schubert en este mismo momento. ¿Dónde se encuentra? –pregunté con la voz entrecortada a causa de la agitación.

El duende señaló tembloroso hacia el fondo de un amplio pasillo, ni siquiera me lo pensé, comencé a caminar a prisa en esa dirección. El pasillo tenía varias puertas hacia ambos lados, todas estaban cerradas, miré de un lado al otro hasta que llegué al final y me encontré con un salón de música. Jamás hubiera imaginado que alguien tan serio como Teodoro disfrutaba de la música, ¿será que él tocaba algún instrumento? El salón estaba lleno de instrumentos, partituras esparcidas a diestra y siniestra, pero Teodoro no se encontraba ahí. La pared del fondo tenía un gran ventanal que daba al jardín trasero. Una angosta puerta a la derecha del ventanal se encontraba entreabierta; salí al jardín y ahí encontré al administrador, plácidamente acostado sobre el césped mientras fumaba una pipa.




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