Olivia
El sonido del timbre todavía me retumbaba en los oídos cuando crucé las puertas de la preparatoria.
El edificio era mucho más grande de lo que había imaginado y, por un instante, sentí que el suelo se movía bajo mis pies. No era miedo exactamente era esa mezcla de ansiedad y emoción que me acompaña desde que llegué. Todo era nuevo, demasiado nuevo.
El aire olía a desinfectante y papeles viejos cuando crucé la puerta de la secretaría. Mis manos estaban húmedas, así que apreté con fuerza las correas de mi mochila para que no temblaran demasiado. Era mi primer día en la preparatoria como estudiante de intercambio y, aunque había soñado con este momento durante meses, ahora lo único que quería era esconderme bajo una manta y que nadie me mirara.
—Buenos días, ¿Olivia Rosey? —la secretaria levantó la vista de un montón de carpetas.
—Sí… —contesté, con la voz más baja de lo que pretendía.
—Bienvenida. —Me sonrió con calidez, pero enseguida buscó algo en la pila de papeles que tenía a un costado—. Aquí está tu horario. Y este será tu guía por la escuela. —Se inclinó hacia el pasillo y levantó la voz—. ¡Adrián!
Giré lentamente hacia donde señalaba.
Un chico apareció en el marco de la puerta, como si no tuviera prisa por estar ahí. Alto, con el cabello oscuro que caía desordenado sobre su frente y una actitud que gritaba no me interesa demasiado esto. Llevaba los audífonos colgados del cuello y los libros bajo un solo brazo, como si fueran un estorbo.
—¿Otra vez yo? —dijo, sin disimular el fastidio.
—Eres de los pocos que no se pierde en los pasillos —respondió la secretaria, con tono firme—. Además, la directora confía en ti.
Él rodó los ojos, pero al final se encogió de hombros. Me miró como si estuviera evaluándome en cuestión de segundos, y esa seguridad suya me hizo bajar la vista de inmediato.
—Ella es Olivia, la nueva estudiante de intercambio. —La secretaria volvió hacia mí—. Adrián Belmonte te enseñará todo lo que necesitas para ubicarte.
—Encantado —murmuró él, aunque sonaba más como una obligación que como una bienvenida.
Yo apenas logré esbozar una sonrisa nerviosa.
—Gracias…
Él me miró de arriba abajo, no de forma grosera, sino como si tratara de descifrarme. Luego se encogió de hombros y comenzó a caminar.
—Bueno, ven. La preparatoria no muerde.
Adrián se giró hacia el pasillo y caminó sin esperar a ver si lo seguía. Lo hice, claro, aunque sentía que mis pasos eran más torpes de lo normal
——¿Siempre caminas como si el piso fuera de cristal? —me lanzó sin mirarme.
Fruncí el ceño.
—¿Siempre hablas aunque nadie te pregunte?
Se detuvo un segundo, sorprendido. Después sonrió. Y no era una sonrisa amable, era de esas que parecen decir “interesante”.
El tour fue tan incómodo como podía imaginarlo.
—Aquí está la cafetería —me señaló con un gesto vago—. El café es un asco, pero si quieres arriesgarte, adelante.
Yo solo asentí, abrazando mi libreta.
—Allá está la biblioteca. —Notó cómo me quedaba mirando las estanterías más de la cuenta y arqueó una ceja—. ¿Eres de las que prefieren los libros a las personas?
—Los libros no decepcionan —respondí sin pensar.
Él rió, bajo, como si acabara de escuchar algo fascinante.
Ese es el laboratorio de química —señaló—. O lo amas o lo odias. Yo prefiero evitar que las cosas exploten.
Reí bajito, sin querer.
—No parece que huyas de los problemas —dije antes de pensarlo demasiado.
Él giró el rostro hacia mí, arqueando una ceja, como si no esperara que yo respondiera algo así.
—¿Y tú qué sabes? —replicó, con un brillo curioso en los ojos.
Sentí mis mejillas arder.
—Nada. Solo supuse.
El recorrido siguió. Yo absorbía cada detalle: las taquillas llenas de calcomanías, las risas lejanas de un grupo de amigos, la luz que se colaba por los ventanales. Todo se grababa en mi mente como una fotografía invisible, porque esa era mi forma de mirar el mundo: en fragmentos que quería conservar para siempre.
Cuando pasamos frente a un mural pintado por los estudiantes, me detuve. Los colores parecían estallar sobre la pared y, por un segundo, olvidé que Adrián me esperaba unos pasos más adelante.
—¿Te gusta? —preguntó, al notar que me había quedado atrás.
—Mucho… —admití, apenas audible.
Él me miró, curioso, con algo distinto en los ojos. No comentó nada más, pero la intensidad de su mirada me hizo bajar la vista enseguida.
El recorrido terminó en un pasillo más silencioso que los demás. Las voces de los estudiantes parecían desvanecerse allí, como si ese rincón de la escuela estuviera apartado del resto. Adrián se detuvo frente a una puerta blanca con un letrero metálico algo desgastado.
—Y este es tu salón —anunció, apoyándose contra el marco con una naturalidad que parecía ensayada.